La
luna llena era perfecta. Su luz blanca bañaba la cara de la muchacha
y el muchacho que se miraban frente a frente, apenas a centímetros
del amor. La luna los observaba con eterna paciencia. Creía saber lo
que sucedería. El amor siempre era más fuerte. ¿Cuántas veces
tantos amores se juraron vivir eternamente? Incontable fueron las
veces que firmaban el contrato de la eterna unión sentimental sin
leer las letras pequeñas, incontables como las estrellas que
acompañaban a la luna en su interminable danza alrededor de la vida,
alrededor de la Tierra. La pareja estaba sentada bajo un árbol del
otoño susurrándose algo al oído. ¿Será de amor acaso el susurro,
el secreto? ¿Estarán confesándose secretos enterrados por la
vergüenza, por la culpa? Lejos de allí, bajo otro árbol, mucho más
alto que el primero, la luna llena vio a Diego y Juliana.
Diego
miraba a los ojos de Juliana que destellaban una vitalidad que pocas
mujeres eran capaces de emitir, pocas mujeres eran como Juliana,
mejor dicho: Juliana era única a los ojos de Diego. Ella era
perfecta. La mujer con la que todo hombre sueña en sus momentos más
dolorosos, cuando el pozo de la depresión es más profundo y está
repleto de penas.
Diego
temía que Juliana pronunciara la palabra NO, una palabra que había quedado
flotando en el aire de su soledad. Pero esta noche pensaba borrar ese
NO para siempre, borrarlo de su memoria y guardarlo en la Caja del
Olvido; pensaba enterrar el NO en la tumba del pasado, donde las
flores nunca crecían y el silencio gobernaba en la memoria olvidada.
El árbol del otoño se alzaba casi hasta tocar el cielo, casi hasta poder
escribir “Diego y Juliana” rodeado por un corazón enorme
dibujado con estrellas, pensó Diego luego de observar las ramas del
árbol con sus hojas muertas. Volvió a mirar a Juliana, estaba muy
hermosa, la luz de la luna generaba un aire onírico en su belleza,
incalculable para el corazón del amor. Esta era su última
oportunidad de derrotar a la soledad permanente.
Juliana
miró a Diego, no sabía cómo decirle que el amor entre ambos había
concluido, que su corazón había dicho NO sin lastimarlo. Ella sabía
que Diego había sufrido demasiados desamores pero no podía quedarse
con él sólo por lástima. No era justo para ella ni
para él. El amor a veces te habla en un idioma ininteligible para
nuestra razón, habla en el idioma del alma, esa que dura hasta el
fin de los tiempos, esa que jamás conoceremos, pensó algo agotada
por el momento que no pretendía converger en el olvido sin antes
recorrer el camino del dolor y la pena, bordeando el arroyo del
alcohol que desemboca en el mar de la decepción y la angustia (nada
efímera). Iba a decírselo. Amaba al mejor amigo de Diego, Pedro, y
debía desenvolverlo bajo la luz de la preciosa y única luna
mientras el poco amor por Diego que le quedaba no muriera, mientras
el amor continuara irradiando momentos únicos, llenos de nada.
Llenos de oscuridad. El amor para Juliana no encontraba una dirección
a la felicidad, parecía que al amor le gustaba la locura, el dolor y
la soledad. Parecía que el amor era amante del odio, amante de
lo prohibido, amante de lo negado, de lo lejano y de lo
inalcanzable. Pedro era inalcanzable. Estaba atrapada en una red de
confusiones. Y Diego era un hilo de la red que había que cortar.
Diego
sabía que algo no andaba bien. La miró y pudo ver cómo la
luz de sus ojos iba apagándose bajo el mágico resplandor de la luna
llena. El silencio era el que hablaba por los dos. Injusto en el
planeta de los vivos, lenguaje único en el planeta de los muertos.
¿Qué
carajo está pensando?, se preguntó Diego. No quería recibir otro
NO en su vida. Su corazón no lo resistiría, estaba demasiado
destruido por las “malvadas brujas” que sólo querían la
milagrosa barra de carne que un hombre podía darles, a veces
reemplazada por un simple consolador de 12V. Diego sabía lo que
Juliana iba a decirle. La experiencia lo puso en estado de alerta, el
NO asomaba en sus carnosos labios de rubí. Tenía que darse prisa y
mostrarle la sorpresa que le había preparado antes que lo
irremediable tomara las riendas y se adueñara del momento. Sus
palabras comenzaron a fluir como fluye el agua en las Cataratas del
Iguazú regidas por la energía potencial que todo cuerpo alberga.
Incluso lo intangible como nuestros deseos.
―Juliana
―dijo Diego con la boca pastosa y débil―. Te amo. Te amo desde
el primer momento en que te vi. No te puedo sacar de mi cabeza. Tengo
algo para ti. ―Sacó su mano derecha cerrada del bolsillo de su
bermuda y la abrió delante de los ojos de Juliana. Contenía una
caja con un anillo que emitía destellos de esperanza bajo la luz de
la luna llena―. Te quieres casar conm...
―No
―contestó ella antes que Diego pudiera terminar la pregunta que se
disponía a formular.
―¿Qué?
―preguntó Diego confundido y con gran desazón, casi clorando. Su
voz se quebró repentinamente al tiempo que en su corazón nacía una
nueva fractura.
―No
puedo. Yo no te amo. Perdón ―contestó ella―. Amo a Pedro.
Diego
quiso decirle a Juliana que Pedro tenía novia y que, a ella, no la
amaría nunca pero, en su lugar, dejó que la ligera brisa de la
noche se llevara las palabras de Juliana a lo más profundo de su
pozo depresivo. Ella también se alejaba con su mirada fría y sus
ojos opacos, apagados por la pena y llenos de victoria al mismo
tiempo.
***
La
luna lloraba al ver el cuerpo de Diego tendido sobre las vías del
tren. La sangre de Diego derramada era el símbolo del fracaso que el
amor a veces cometía. Las estrellas la acompañaron en la melancolía
de la noche del otoño. El amor había sido derrotado por no entender
el significado de «amistad».
El amor había cometido un asesinato con la complicidad de la
tristeza y la luna fue testigo fiel. La locura jamás asomó su
horrible rostro a través de la ventana, no tuvo tiempo de despertar.
El eterno sueño comenzaba. La eterna soledad se hacía infinita…
No hay comentarios:
Publicar un comentario