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sábado, 25 de diciembre de 2010

Luna Llena

    La luna llena era perfecta. Su luz blanca bañaba la cara de la muchacha y el muchacho que se miraban frente a frente, apenas a centímetros del amor. La luna los observaba con eterna paciencia. Creía saber lo que sucedería. El amor siempre era más fuerte. ¿Cuántas veces tantos amores se juraron vivir eternamente? Incontable fueron las veces que firmaban el contrato de la eterna unión sentimental sin leer las letras pequeñas, incontables como las estrellas que acompañaban a la luna en su interminable danza alrededor de la vida, alrededor de la Tierra. La pareja estaba sentada bajo un árbol del otoño susurrándose algo al oído. ¿Será de amor acaso el susurro, el secreto? ¿Estarán confesándose secretos enterrados por la vergüenza, por la culpa? Lejos de allí, bajo otro árbol, mucho más alto que el primero, la luna llena vio a Diego y Juliana.

    Diego miraba a los ojos de Juliana que destellaban una vitalidad que pocas mujeres eran capaces de emitir, pocas mujeres eran como Juliana, mejor dicho: Juliana era única a los ojos de Diego. Ella era perfecta. La mujer con la que todo hombre sueña en sus momentos más dolorosos, cuando el pozo de la depresión es más profundo y está repleto de penas.
    Diego temía que Juliana pronunciara la palabra NO, una palabra que había quedado flotando en el aire de su soledad. Pero esta noche pensaba borrar ese NO para siempre, borrarlo de su memoria y guardarlo en la Caja del Olvido; pensaba enterrar el NO en la tumba del pasado, donde las flores nunca crecían y el silencio gobernaba en la memoria olvidada. 
   El árbol del otoño se alzaba casi hasta tocar el cielo, casi hasta poder escribir “Diego y Juliana” rodeado por un corazón enorme dibujado con estrellas, pensó Diego luego de observar las ramas del árbol con sus hojas muertas. Volvió a mirar a Juliana, estaba muy hermosa, la luz de la luna generaba un aire onírico en su belleza, incalculable para el corazón del amor. Esta era su última oportunidad de derrotar a la soledad permanente.

    Juliana miró a Diego, no sabía cómo decirle que el amor entre ambos había concluido, que su corazón había dicho NO sin lastimarlo. Ella sabía que Diego había sufrido demasiados desamores pero no podía quedarse con él sólo por lástima. No era justo para ella ni para él. El amor a veces te habla en un idioma ininteligible para nuestra razón, habla en el idioma del alma, esa que dura hasta el fin de los tiempos, esa que jamás conoceremos, pensó algo agotada por el momento que no pretendía converger en el olvido sin antes recorrer el camino del dolor y la pena, bordeando el arroyo del alcohol que desemboca en el mar de la decepción y la angustia (nada efímera). Iba a decírselo. Amaba al mejor amigo de Diego, Pedro, y debía desenvolverlo bajo la luz de la preciosa y única luna mientras el poco amor por Diego que le quedaba no muriera, mientras el amor continuara irradiando momentos únicos, llenos de nada. Llenos de oscuridad. El amor para Juliana no encontraba una dirección a la felicidad, parecía que al amor le gustaba la locura, el dolor y la soledad. Parecía que el amor era amante del odio, amante de lo prohibido, amante de lo negado, de lo lejano y de lo inalcanzable. Pedro era inalcanzable. Estaba atrapada en una red de confusiones. Y Diego era un hilo de la red que había que cortar.

    Diego sabía que algo no andaba bien. La miró y pudo ver cómo la luz de sus ojos iba apagándose bajo el mágico resplandor de la luna llena. El silencio era el que hablaba por los dos. Injusto en el planeta de los vivos, lenguaje único en el planeta de los muertos.
   ¿Qué carajo está pensando?, se preguntó Diego. No quería recibir otro NO en su vida. Su corazón no lo resistiría, estaba demasiado destruido por las “malvadas brujas” que sólo querían la milagrosa barra de carne que un hombre podía darles, a veces reemplazada por un simple consolador de 12V. Diego sabía lo que Juliana iba a decirle. La experiencia lo puso en estado de alerta, el NO asomaba en sus carnosos labios de rubí. Tenía que darse prisa y mostrarle la sorpresa que le había preparado antes que lo irremediable tomara las riendas y se adueñara del momento. Sus palabras comenzaron a fluir como fluye el agua en las Cataratas del Iguazú regidas por la energía potencial que todo cuerpo alberga. Incluso lo intangible como nuestros deseos.

    ―Juliana ―dijo Diego con la boca pastosa y débil―. Te amo. Te amo desde el primer momento en que te vi. No te puedo sacar de mi cabeza. Tengo algo para ti. ―Sacó su mano derecha cerrada del bolsillo de su bermuda y la abrió delante de los ojos de Juliana. Contenía una caja con un anillo que emitía destellos de esperanza bajo la luz de la luna llena. Te quieres casar conm...
   ―No ―contestó ella antes que Diego pudiera terminar la pregunta que se disponía a formular.
   ―¿Qué? ―preguntó Diego confundido y con gran desazón, casi clorando. Su voz se quebró repentinamente al tiempo que en su corazón nacía una nueva fractura.
    No puedo. Yo no te amo. Perdón ―contestó ella―. Amo a Pedro.
   Diego quiso decirle a Juliana que Pedro tenía novia y que, a ella, no la amaría nunca pero, en su lugar, dejó que la ligera brisa de la noche se llevara las palabras de Juliana a lo más profundo de su pozo depresivo. Ella también se alejaba con su mirada fría y sus ojos opacos, apagados por la pena y llenos de victoria al mismo tiempo.
***
    La luna lloraba al ver el cuerpo de Diego tendido sobre las vías del tren. La sangre de Diego derramada era el símbolo del fracaso que el amor a veces cometía. Las estrellas la acompañaron en la melancolía de la noche del otoño. El amor había sido derrotado por no entender el significado de «amistad». El amor había cometido un asesinato con la complicidad de la tristeza y la luna fue testigo fiel. La locura jamás asomó su horrible rostro a través de la ventana, no tuvo tiempo de despertar. El eterno sueño comenzaba. La eterna soledad se hacía infinita…



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