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domingo, 11 de mayo de 2014

El Proyecto

Nota: este relato nació a partir de una consigna del Taller Literario DisparaLetras, la misma consistía en crear un relato de no más de dos mil palabras que debía contener a los siguientes tres personajes: un taxista, un científico y un político. La historia debía llevarse a cabo en un ambiente navideño. Esto fue lo que resultó de dicho ejercicio. Espero que sea de su goce y cualquier comentario será bienvenido.


   Hacía mucho calor, como era costumbre en el hemisferio sur en esa época. Cuando era chico, él deseaba que cayera nieve en Navidad como ocurría en las películas norteamericanas. Pero no, en Buenos Aires esas cosas no sucedían. Aquí era verano, allí invierno. La noche se acercaba al momento en el que todo el mundo levantaría la copa en un brindis muchas veces hipócrita, donde las miradas cínicas serían protagonistas de un momento «mágico» y repleto de mentiras, deseos violentos y bañados de oscuridad y envidia. Los únicos que en verdad sienten la Navidad como debe ser son los niños; la inocencia es el tesoro más preciado que pierde cualquier persona al crecer en un mundo devastado por gobiernos corruptos e ideales arteros.
   El coche dobló en una esquina sin detenerse, no había nadie por la avenida, y continuó derecho como había indicado el joven científico.
   ―Hermosa noche, ¿no cree? ―preguntó el taxista para entablar una conversación. El pasajero se limitó a asentir con un leve movimiento de cabeza mientras sus pensamientos continuaban perdidos en el limbo de su locura―. Deseo que la disfrute como corresponde junto a sus seres queridos.
   ―Estoy solo ―respondió el científico al tiempo que se aferraba a la gran bolsa blanca que tenía a su lado. Su objeto más preciado, pero ausente.
   ―Ah. ―El taxista no supo qué más aportar al diálogo.
   ―No se preocupe, es normal. Y por lo que veo no soy el único que está solo ―observó el pasajero.
   El chófer se sintió incómodo por un momento. Su pasajero parecía un poco enfermo, su piel estaba pálida y tenía unas ojeras muy negras. Hablaba con cierta lentitud, como si le costase pronunciar cada palabra, pero, en apariencia, inteligente.
   ―Son pocas las personas que trabajan durante Nochebuena. O le interesa demasiado el dinero, o no tiene a nadie con quien brindar esta noche. Y creo que la segunda es la opción más probable.
   El taxista asintió, su interlocutor estaba en lo cierto. Él mismo se había encargado de que su vida fuera así de miserable. Nadie lo había mandado a meterle los cuernos a su mujer y, por ende, a correr el riesgo de perder a su familia, suceso que finalmente había ocurrido.
   ―Deténgase aquí ―ordenó el pasajero mientras abría la puerta del lado derecho del taxi y abrazaba con fuerza la caja que llevaba en la bolsa de plástico―. Vuelvo enseguida ―informó.


   El joven muchacho científico avanzó unos pasos. Todavía llevaba el guardapolvos del laboratorio puesto. Se tocó el pecho luego de sentir un dolor agudo. Es normal, se dijo.
   Contempló la belleza de la noche. Nunca había sido capaz de disfrutar del poder mágico que se generaba en esa época del año… La bolsa le pesaba mucho, era una señal de que debía apresurarse.
   ―Ahora es demasiado tarde para sentir algo ―susurró. Miró atrás, el taxi permanecía detenido mientras el conductor lo observaba desde su asiento con demasiada curiosidad.
   Cruzó el portón de hierro negro, sabía muy bien cómo abrirlo sin que los dueños se dieran por enterado. Caminó hacia el costado izquierdo de la gran mansión y se trepó al árbol una vez más, como lo había hecho cientos de veces no hacía mucho tiempo. Sintió una pequeña molestia en el hombro mientras se agarraba de la rama que apuntaba en dirección a la habitación de su amada y se dijo que ya estaba viejo para esos ejercicios.
   Se detuvo cuando hubo llegado al final de la rama y observó por unos momentos la habitación. Allí estaba ella leyendo un libro ―seguro que era de Stephen King, su ídolo― como suele hacerlo cualquier fanático loco, bajo la luz de la lámpara de un gran escritorio de roble. Tan bella, tan blanca, tan brillante; la única mujer que había amado en toda su vida. Sacó el regalo de la bolsa y se la guardó en un bolsillo del pantalón. La caja estaba envuelta con papel brillante y colorido, era cúbica, de dimensiones aproximadamente de veinte centímetros de cada lado.
   Golpeó el vidrio de la ventana con suavidad. Ella dio un sobresalto. Cuando lo vio se sintió ligeramente más tranquila, aunque bastante desconfiada y asustada.
   ―¿Qué hacés acá? ―le preguntó.
   ―Vine a traerte un regalo ―respondió el científico.
   ―¿Acaso no te dije que ya no quiero verte más? Estás enfermo, y lo sabés. Mirate cómo estás, además. Tu apariencia lo dice todo: no estás bien.
   ―No, no lo estoy, pero siempre supe lo que quiero hacer, y nunca me apoyaste. Cuando más te necesitaba, cuando estaba más cerca de lograr completar mi proyecto, me abandonaste. Y por eso ahora estoy enfermo.
   ―¿Me culpás a mí de tus males? ―Ella hizo una pausa, pensó y luego agregó―: ¿Tu proyecto? ¿Sabes al menos lo qué tratabas de hacer?
   Él saltó de la rama y entró en la habitación con brusquedad y sin pedir permiso.
   ―Lo lamento, solo vine a decirte esto: espero que algún día me perdones. Nunca quise que mi trabajo estuviera antes que vos, amor.
   Ella lo observaba, permanecía inmutable ante las palabras de quien una vez había sido su novio, y un gran amante.
   ―Todo se terminó. Te obsesionaste con tu trabajo. Tus ideas son retorcidas. Ahora quiero que te vayas. Nunca te podré perdonar. Me maltrataste, ¿o te olvidaste de lo que me hiciste?
   ―No, nunca me olvidaré de lo mal que la pasaste. Es mi culpa. Tomá. ―Extendió la caja. Ella la tomó y la dejó sobre la cama―. Lo que hay dentro te pertenece solo a vos.
   ―Quiero que te vayas o llamaré a mi papá.
   ―El gran y poderoso político. Un buen hombre, lástima que nunca congeniamos bien.
   Él intentó abrazarla por última vez, pero ella dio un paso atrás dejando bien claro que el fuego que una vez los había unido, se apagó.
   ―Adiós ―se despidió el científico―. Cuando abras esa caja sabrás que nunca estuve equivocado, que todo lo que hemos pasado juntos valió la pena. Espero que algún día entiendas que soy capaz de dejar todo por vos, que no existen los límites como nos lo plantea la vida.
   ―Adiós ―dijo ella con frialdad, ignorando las palabras de su interlocutor.

   ―Regresemos a casa ―le dijo al taxista.
   Recorrieron un tramo de unos cinco minutos en silencio hasta que el joven científico decidió romper el pesado aire de la incomodidad.
   ―Me gustaría saber qué lo llevó a estar solo esta noche. En diez minutos será Navidad y no lo veo preocupado por llegar pronto a ningún sitio.
   El taxista reflexionó un momento. Al final se dispuso a contarle por qué estaba en soledad. Le relató su aventura con una muchacha mucho más joven que él y su mujer, pero mucho más ardiente que ambos fusionados como uno solo. Le relató los momentos en los que llegaba a casa, siempre un poco más cambiado, de la mirada de sus dos pequeñas hijas y del remordimiento que sentía al verlas tan feliz en la vida de mentiras que les había inventado. Le relató cuando su mujer había comenzado a sospechar de sus acciones y una noche decidió seguirlo. Le relató cuando ella lo había hallado in fraganti en un hotel de mala muerte en el centro de La Plata. Le describió la tristeza en los ojos de sus hijas cuando su mamá se las llevó lejos de su padre para siempre. Ellas, de cinco y siete años, no sabían nada del oscuro mundo de los adultos. Todo era una mierda, solo eso. Y esta sería la primera Navidad que las niñas pasarían lejos de su padre.
   ―Es conmovedor ―dijo el científico mientras se presionaba el pecho una vez más. El dolor era ahora muy intenso―. Pero también es cierto que usted se lo buscó. Tenía una maravillosa vida de felicidad al lado de su familia y decidió tirarla a la mierda por una puta que no vale ni dos centavos.
   El taxista solo asintió. Sabía que era la verdad. Se merecía lo que le había sucedido. Se merecía estar solo.
   ―¿Nunca se le ha pasado por la cabeza suicidarse? ―inquirió el científico con una mirada vacía, aunque fría.
   ―Esta noche lo he pensado todo el tiempo. Es increíble cómo se intensifican y multiplican los pensamientos suicidas con las fiestas.
   ―Así es ―afirmó el pasajero―. A mí me pasa todo el tiempo. ¿Qué piensa hacer al respecto?
   ―¿Hacer qué?
   ―Con la idea de suicidarse. ¿Piensa llevarla a cabo?
   ―Solo son pensamientos, jamás sería capaz de suicidarme. ―El taxista sonrió ante la estúpida idea de concretar un suicidio.
   ―Ya veo. ―El científico sacó la bolsa de plástico de su bolsillo y la contempló unos momentos. La abrió y miró cada centímetro cuadrado de su blanca superficie. Ahora estaba vacía, pero no por mucho tiempo. Recordó una vez más a la mujer que había dejado atrás. El taxi se detuvo frente a su departamento. Faltaban tres minutos para Navidad―. Es hora ―susurró.

   ―Vení, querida ―dijo el político desde el umbral de la puerta del dormitorio de su hija, ella estaba terminando de leer su libro luego de intentar olvidar al desconocido que una vez había amado, hacía meses. Parecen siglos, pensó.
   ―Voy, papá. ―Ella cerró el libro y, antes de apagar la luz, vio la caja que le había dejado su ex. Había olvidado que estaba allí. La agarró y la llevó abajo, junto a los otros regalos. Un último recuerdo, para nunca más cometer el mismo error. Todo habría podido salir mejor si él no se hubiera obsesionado con sus proyectos locos.
   ―Acomodate, hija ―dijo su padre mientras le señalaba una silla. Su madre estaba sentada frente a ella.
   ―¿Y esa caja? ―preguntó la señora de la casa.
   ―Es un regalo de un amigo. Hoy se fue para siempre.
   Se oyeron explosiones de pirotecnia lanzada por los imbéciles de siempre.
   ―Brindemos ―dijo el político. El instante era mágico, casi se parecía a las publicidades de Coca Cola, creador de Papa Noel como lo conocemos al día de la fecha.
   ―Abrí tu regalo ―le dijo a su hija. Ella lo abrió. Su rostro se impregnó de horror. Emitió un chillido largo como angustiante antes de desmayarse.
   El hombre se levantó de repente. Ayudó a su hija a reincorporarse. Su mujer también profirió un gritó luego de ver lo que había en la caja. Él se acercó y observó el regalo a su hija.
   ―Aún late ―dijo su mujer horrorizada.

   El científico sacó la bolsa de plástico de la cabeza del taxista ahora muerto y la arrojó por la ventanilla. Ese hombre jamás habría sido capaz de hacerlo por sí mismo, necesitaba una mano. Un regalo de Navidad de parte de un desconocido.
   El dolor en su pecho se intensificaba a medida que pasaban los minutos.
   Bajó del auto y corrió al interior del edificio. Subió hasta el primer piso por las escaleras y entró a su gran departamento, aquél en el cual llevaba a cabo muchos de sus experimentos. Entró hasta el laboratorio casero y cerró la puerta. Se sacó el guardapolvos y se rozó la herida hecha por sí mismo y cosida a mano, a base de dolor.
   ―Te entregué lo último que me quedaba: mi corazón. Si esto no es amor, no sé qué será.
   Se sentó frente a una mesada repleta de materiales de laboratorio y se sirvió un vaso de sidra.
   ―Por el amor ―dijo y extendió el vaso en el aire impregnado de soledad. Había logrado concretar su proyecto. Era posible vivir por toda la eternidad. Y ella nunca lo había apoyado como debía porque no creía en él, hasta hoy. Pensaba que estaba loco, y tal vez tenía un poco de razón.
   Navidad había llegado una vez más.
   El científico cerró sus ojos. No soñó porque ya no era capaz de hacerlo.


3 comentarios:

  1. Un relato notable. La ausencia de desenfado, humor burdo y palabrotas, hace que la historia sea novedosa en este blog, porque tiene como otra personalidad, como más madura, diría.
    Aun así, el sello está impreso: el desamor, el amor no correspondido, la venganza. Temas habituales en tus letras.
    Un cuento de amor y horror, con la dulzura justa y la carnicería necesaria.
    Un final sorprendente.
    Un placer leer tus cosas, Rock.
    Saludos.

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  2. Brillante, Cristian.
    La cotidianidad de las situaciones relatadas, más el toque fantástico, de violencia y de horror, hacen de "El proyecto" un relato ideal, disfrutable al cien por cien.
    Personajes reconocibles, y con los toques de amor y desamor que menciona muy bien Raúl.
    Me encantó, che.
    ¡Saludos!
    P.D.: con tu permiso, comparto...

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