IX. LA LUZ
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—¿Puedo ir a jugar al
bosque? —le preguntó a su abuelo.
Este lo observó unos
momentos mientras se perdía en sus pensamientos. Se llevó las manos
cerca del pecho y extrajo su llave. Relucía como siempre, parecía
que a ese metal el tiempo no le afectaba en lo más mínimo. Miró a
su nieto y negó con un gesto de cabeza.
—No quiero que te alejes
de casa. Te podés perder y el lugar es demasiado grande para
buscarte y además ya es bastante tarde; está anocheciendo.
El nieto asintió, un poco
frustrado. El bosque le llamaba la atención. Siempre sentía la
necesidad de acercarse allí. No era gran cosa, a decir verdad, era
solo un conjunto de plantas y árboles, siempre verdes sin otoños, como si el
tiempo allí no existiera más que en los sueños de las almas
perdidas en el olvido.
Su mente se expandía
cuando miraba para allí, veía ese pequeño destello que a veces se
emitía de algún lugar del bosque, el mismo destello que veía en la
llave que su abuelo llevaba colgada del cuello. Ese pequeño y
misterioso objeto a sus ojos.
Ya tenía edad suficiente
para cuidarse solo. De eso no había dudas, así que decidió salir
por la noche a buscar algo que no sabía qué era hasta que lo viera. Miró el bosque y volvió a ver ese destello de luz que tanto lo
llamaba y que a veces le generaba una sensación de paz. Caminó por
la casa con cautela, no quería despertar a su abuelo. Cruzó la
puerta y sintió el frío viento de la madrugada. Los grillos no
paraban de cantar y la luna se encontraba en su punto más alto en el
firmamento. Las hojas se arrastraban por el suelo llevadas por un
murmullo infinito de palabras ininteligibles. Él no tenía miedo, no
había nada a qué temerle. No con aquella luz cuidándolo, o al
menos eso pensaba.
Caminó sin detenerse a
pensar en qué hacía y en lo enojado que se pondría su abuelo si lo
descubría. Pero él, Raúl, necesitaba saber qué emitía esa luz en
su curiosa cabeza.
Se detuvo cuando estuvo a
pocos metros de la entrada al bosque. Miró arriba y vio alrededor de
las copas cómo se deformaba el cielo, era como mirar a través del
agua, era como si hubiera algo en el aire que no permitiera el
correcto trayecto de la luz de las estrellas. Un resplandor intenso
lo sacó de su ensimismamiento y se adentró en el bosque de sus
misterios.
Se preguntó cómo era
posible que su abuelo nunca viera esa luz salir de allí. Él hacía
días que la había divisado. Y desde entonces notó que esta
aumentaba en intensidad con el paso del tiempo.
Caminó esquivando ramas
muertas y rogando no cruzarse con ningún animal salvaje. Se detuvo
cuando vio un objeto oscuro, de un metro de alto y cilíndrico. Raúl
se acercó y lo tocó suavemente, con miedo. Otro destello de luz lo
expulsó hacia atrás y su mente se puso en blanco. Vio por un breve
instante un símbolo que reconocía muy bien: era el mismo que había
en la llave plateada de su abuelo. Él sabía sobre la luz, sobre el
objeto extraño en el bosque; pero Raúl lo olvidaría porque los
recuerdos y el tiempo no existen donde estos convergen a su final.
Era el único modo que tenía la luz de protegerse a sí misma. Todo
dependía del momento y la intensidad de esta para afectar los
recuerdos. Era como si ella tuviera vida propia y al mismo tiempo
necesitase de la vida de otros para subsistir.
El fin de los tiempos es el
comienzo de los recuerdos, el inicio de la vida y el olvido de los
dolores.
El fin de los tiempos era
la llave hacia las esperanzas perdidas en el caos que la atmósfera
no era capaz de esconder.
Raúl abrió sus ojos.
Estaba en su cama, tapado con las sábanas y calentito, como si no
hubiera salido de ella en toda la noche. Su abuelo se encontraba
apoyado en el umbral de la puerta de la habitación.
—¿Qué pasó, abuelo?
—Nada —respondió este.
Cerró la puerta y se oyeron los pasos de sus zapatos.
Raúl oía un zumbido leve
en su cabeza. Esta le dolía un poco. No recordaba qué había hecho
durante la noche. Era como si sus recuerdos hubiesen sido borrados.
Cerró sus ojos y procuró dormir. Se dijo a sí mismo que era mejor
vivir con los ojos cerrados a ver lo que en verdad lo rodeaba, nos rodea: lo que
nos hace vivir y morir sin causa alguna.