Mi lista de blogs

miércoles, 23 de mayo de 2012

El fin de los tiempo (Capítulo IX)


IX. LA LUZ

1
   —¿Puedo ir a jugar al bosque? —le preguntó a su abuelo.
   Este lo observó unos momentos mientras se perdía en sus pensamientos. Se llevó las manos cerca del pecho y extrajo su llave. Relucía como siempre, parecía que a ese metal el tiempo no le afectaba en lo más mínimo. Miró a su nieto y negó con un gesto de cabeza.
   —No quiero que te alejes de casa. Te podés perder y el lugar es demasiado grande para buscarte y además ya es bastante tarde; está anocheciendo.
   El nieto asintió, un poco frustrado. El bosque le llamaba la atención. Siempre sentía la necesidad de acercarse allí. No era gran cosa, a decir verdad, era solo un conjunto de plantas y árboles, siempre verdes sin otoños, como si el tiempo allí no existiera más que en los sueños de las almas perdidas en el olvido.
   Su mente se expandía cuando miraba para allí, veía ese pequeño destello que a veces se emitía de algún lugar del bosque, el mismo destello que veía en la llave que su abuelo llevaba colgada del cuello. Ese pequeño y misterioso objeto a sus ojos.
   Ya tenía edad suficiente para cuidarse solo. De eso no había dudas, así que decidió salir por la noche a buscar algo que no sabía qué era hasta que lo viera. Miró el bosque y volvió a ver ese destello de luz que tanto lo llamaba y que a veces le generaba una sensación de paz. Caminó por la casa con cautela, no quería despertar a su abuelo. Cruzó la puerta y sintió el frío viento de la madrugada. Los grillos no paraban de cantar y la luna se encontraba en su punto más alto en el firmamento. Las hojas se arrastraban por el suelo llevadas por un murmullo infinito de palabras ininteligibles. Él no tenía miedo, no había nada a qué temerle. No con aquella luz cuidándolo, o al menos eso pensaba.
   Caminó sin detenerse a pensar en qué hacía y en lo enojado que se pondría su abuelo si lo descubría. Pero él, Raúl, necesitaba saber qué emitía esa luz en su curiosa cabeza.
   Se detuvo cuando estuvo a pocos metros de la entrada al bosque. Miró arriba y vio alrededor de las copas cómo se deformaba el cielo, era como mirar a través del agua, era como si hubiera algo en el aire que no permitiera el correcto trayecto de la luz de las estrellas. Un resplandor intenso lo sacó de su ensimismamiento y se adentró en el bosque de sus misterios.
   Se preguntó cómo era posible que su abuelo nunca viera esa luz salir de allí. Él hacía días que la había divisado. Y desde entonces notó que esta aumentaba en intensidad con el paso del tiempo.
   Caminó esquivando ramas muertas y rogando no cruzarse con ningún animal salvaje. Se detuvo cuando vio un objeto oscuro, de un metro de alto y cilíndrico. Raúl se acercó y lo tocó suavemente, con miedo. Otro destello de luz lo expulsó hacia atrás y su mente se puso en blanco. Vio por un breve instante un símbolo que reconocía muy bien: era el mismo que había en la llave plateada de su abuelo. Él sabía sobre la luz, sobre el objeto extraño en el bosque; pero Raúl lo olvidaría porque los recuerdos y el tiempo no existen donde estos convergen a su final. Era el único modo que tenía la luz de protegerse a sí misma. Todo dependía del momento y la intensidad de esta para afectar los recuerdos. Era como si ella tuviera vida propia y al mismo tiempo necesitase de la vida de otros para subsistir.
   El fin de los tiempos es el comienzo de los recuerdos, el inicio de la vida y el olvido de los dolores.
   El fin de los tiempos era la llave hacia las esperanzas perdidas en el caos que la atmósfera no era capaz de esconder.

   Raúl abrió sus ojos. Estaba en su cama, tapado con las sábanas y calentito, como si no hubiera salido de ella en toda la noche. Su abuelo se encontraba apoyado en el umbral de la puerta de la habitación.
   —¿Qué pasó, abuelo?
   —Nada —respondió este. Cerró la puerta y se oyeron los pasos de sus zapatos.
   Raúl oía un zumbido leve en su cabeza. Esta le dolía un poco. No recordaba qué había hecho durante la noche. Era como si sus recuerdos hubiesen sido borrados. Cerró sus ojos y procuró dormir. Se dijo a sí mismo que era mejor vivir con los ojos cerrados a ver lo que en verdad lo rodeaba, nos rodea: lo que nos hace vivir y morir sin causa alguna.

sábado, 12 de mayo de 2012

El fin de los tiempos (Capítulo VIII)


VIII. PERDIDOS

1
   Juan buscaba por la parte de atrás de la casa. Clara entró al galpón que había al lado. Allí se resguardaban un tractor y varias herramientas que solo en el campo se podían llegar a utilizar. Gritó el nombre de su hijo pero no obtuvo respuestas. Lloraba, cómo había dejado que se le escapase de las manos. Sabía lo importante que era para ella y, aun así, lo había dejado solo. Escuchó un disparo proveniente de la casa. Comenzó a correr hacia allí, rogando que su hijo no estuviera en el lugar de donde había ocurrido el disparo, asustada.
   En la puerta de entrada se encontró a Juan y ambos entraron luego de cruzar miradas sin decirse nada.
   Llegaron hasta la habitación donde habían dejado a Gabriel desmayado y oyeron sollozos al otro lado de la puerta, eran de Aylén. Juan tomó el picaporte y empujó. No abría, estaba trabada.
   ―¡Abran la puerta! ¡Aylén, Gabriel! ¿Qué pasa?
   Clara estaba aterrorizada. Juan le pidió que se echara hacia atrás y pateó la puerta. Se resistía a los golpes. Intentó un par de veces más y esta finalmente se abrió.
   Se encontraron con Aylén llorando sobre la cama y el cuerpo desangrándose de Gabriel a varios metros de esta en el suelo.
   ―¿Qué pasó, Aylén? ―le preguntó Juan mientras se acercaba a ella y la tomaba por los hombros, asustado por todo lo que sucedía en tan poco tiempo.
   ―¿Lo mató? ―preguntó Clara mientras se acercaba al cuerpo del muchacho.
   Juan dejó a Aylén en la cama y miró a todos lados. Vio el arma del asesinato a varios metros de él, la agarró con las manos temblorosas y se la guardó. Le tomó el pulso a Gabriel y confirmó la muerte.
   ―¿Por qué, Aylén? ―le preguntó Juan―. ¿Acaso intentó hacerte daño?
   ―Nos iba a hacer daño a todos, pero sobre todo a Nicolás. Debemos protegerlo como sea.
   Clara se sobresaltó al oír el nombre de su hijo.
   ―¿Qué tiene que ver mi hijo en todo esto? ―Se arrojó sobre la chica y la zarandeó con fuerza―. ¿Por qué debemos protegerlo? ¿Qué sabés de él?
   ―Sé todo sobre él. Sé que Gabriel era el as bajo la manga de los invasores para descubrir el gran poder que se emana en el grupo. Sé que Nicolás ya te ha demostrado el poder anoche y sé que si descubrieran que él es la fuente de gran energía estaríamos en grandes problemas.
   Juan no entendía nada. Alternaba su mirada entre las dos mujeres. Clara parecía saber de qué hablaba cuando mencionaba a su hijo. ¿A qué se referiría Aylén cuando hablaba de la fuente de energía?
   Juan le pidió a Aylén que se sentara en el comedor. Le pidió disculpas y sacó una cuerda para atarla a la silla.
   ―¡Déjenme salir, yo los estoy ayudando! ―gritó ella.
   ―Mataste a una persona. Debemos tomar precauciones. Ahora necesitamos encontrar a Nicolás antes de que anochezca. Después tendremos tiempo de aclarar lo ocurrido, mientras tanto te pido que no intentes escapar ―dijo Juan mientras Clara lo esperaba en la puerta.
   ―Lo lamento, Juan. Vi en tu interior. La amabas, no fue tu culpa.
   ―¿Qué? ―Juan se acercó a ella.
   ―A Estela, su muerte no fue por tu culpa. ―Ella sonrió―. Te dije que hay cosas que sé. Es una puta maldición. Y sé que sos una buena persona y me vas a dejar salir.
   ―¿Cómo sabés lo de Estela? Nadie de los que están aquí lo saben. ¿Quién sos? ¿Sos una de ellos, una invasor?
   ―No, soy una persona con un alma activa, como el hijo de ella ―señaló a Clara― pero menos poderoso.
   Clara lo miró. Asintió con cierto aire dubitativo.
   ―Dice la verdad. Yo vi con mis propios ojos cómo Nicolás hacía volar un camioncito de juguete por el aire.
   ―Y tampoco olvides lo del incidente del cd de Mägo de Oz ―agregó Aylén.
   ―¿Por qué no me lo dijiste, Clara?
   ―Porque temo por mi hijo. No quiero que le hagan nada.
   ―Está bien, ya habrá tiempo de hablar, vamos a buscarlo.
   Aylén los miró a ambos. Sí, ahí había mucho fuego. Y él lo sospechaba. Él la amaba y no la dejaría sola un instante. Ahora sabía los secretos de Juan, ahora podía ver con los ojos cerrados.
   Y no la sorprendía el hecho de que fuese también uno de ellos. Todos guardaban un poco de energía para llegar al final del camino. En especial, Juan. Sus llamas son muy intensas y teme por ello.