PARTE DOS
8
Llegué a casa pensando en que Laura estaría despierta como todas las noches anteriores pero me equivocaba. Entré en casa y encendí el interruptor de luz, el silencio reinaba en todo el hogar. En la sala estaba todo en perfecto orden. Esta noche Laura no estaba viendo televisión así que supuse que tal vez estaba leyendo algún libro de John Grisham, era su autor de novelas favorito, en el dormitorio. Así que me dirigí hasta allí y abrí la puerta de la habitación despacio hasta que noté que la luz estaba apagada, por lo tanto no estaba leyendo. Mejor para mí. Igual encendí la luz y allí la vi, estaba cubierta por las sábanas hasta el cuello y su rostro miraba al lado opuesto de donde yo me encontraba. La saludé por simple acto reflejo y ella se retorció en la cama, murmuró algo y siguió durmiendo.
De repente tuve una sensación horrible, hacía tiempo que no me había atacado tan fuerte y sentía como si un duende intentara escaparse a través de mi piel, empujando mis órganos de un lado al otro. Sabía que debía ir al baño y hacer una gran necesidad. En el camino hacia el baño, por el pasillo que conectaba toda la casa, recordé los sucesos, lo hacía en parte para mitigar los retorcijones y en parte para comprender los hechos. Recordé el momento en que esa mujer había asesinado a mi compañero de trabajo y único amigo que tenía; recordé que siempre pensaba que nada iba a sucedernos ya que nuestro trabajo era muy sencillo, a menos que nuestro cliente de turno estuviera muy colocado o violento, pero Pablo era bueno para reducir a las personas. Además, él percibía el peligro. Por eso no lograba comprender del todo por qué se dejó asesinar de un modo tan estúpido.
Entré en el cuarto de baño y me senté en el inodoro, dejé que todo fluyera —fue como un maldito parto, calculo que fueron medio kilo más o menos— y seguí pensando, mientras el olor de mi mierda arreciaba en el cuarto de baño. Pensé en el discurso de Valdés y en los sentimientos que experimenté mientras hablaba. No era normal en mí sentir admiración por nadie, menos por el jefe de una mafia. Pero eso había sentido, y había sido intenso —como el olor que se extendía como un gas ideal en el cuarto de baño, menuda mierda la mía—. Por un momento fugaz comparé esa admiración con la sensación que me había provocado el brillo en los ojos de la asesina de Pablo. Aunque eso no tenía sentido y lo descarté al instante. Me limpié el culo, tiré la cadena y me levanté el pantalón. En mi cinturón colgaba el estuche con la pistola dentro. En el bolsillo izquierdo estaba el celular. No acostumbraba a ir al baño con estas cosas encima pero las ganas de cagar habían roto con esta rutina. Es difícil pensar con el culo fruncido, mientras la mierda golpea a la puerta.
Salí del baño sin apagar la luz, jamás lo hacíamos, y me encaminé hacia el dormitorio para descansar un poco. Tal vez para recordar a Pablo y homenajearlo un poco mejor, sin un medio escatológico de por medio —sé que él era medio mierda como compañero pero se merecía algo mejor y un poco más de respeto como amigo (siempre me dijeron que sepa diferenciar las relaciones laborales con la amistad, y eso a mí se me daba muy bien)—, recordar los días en que me intentaba convencer de que trabajara con él, que si continuaba robando pequeñeces del modo en el que venía haciéndolo iba a terminar en la morgue municipal y otras cosas más. Era como un padre para mí, mierda, y yo no había tenido tiempo de dedicarle unas lágrimas decentemente.
Me encontraba ensimismado en mis pensamientos cuando oí pasos provenientes de la habitación. Yo estaba a unos dos metros de la puerta cuando la atravesó mi mujer.
Laura tenía la cabeza inclinada hacia abajo, su cabello le caía hacia delante y le tapaba el rostro. Parecía la niña de la película «The Ring», la que sale de la pantalla del televisor haciendo unos movimientos que me provocan escalofríos y miedo, sólo que mi mujer no se movía como la niña, pero igual sentí un profundo miedo hacia Laura.
—¿Laura? —dije, sabiendo que algo no andaba bien—. ¿Estás bien?
No respondió. En su lugar se giró levemente hasta estar frente a mí. Sus brazos colgaban inertes, como si fuesen el péndulo de un antiguo reloj de mansión, de unos hombros caídos; estaba levemente encorvada. El terror se adueñó de mí, Laura tenía la misma postura que la asesina de Pablo Cordera.
Ella avanzó hacia mí a paso lento y arrastrando los pies. Un destello rompió la semioscuridad que nos bañaba, cuando la luz del cuarto de baño fue reflejada en un objeto metálico. Supe en ese instante que era un cuchillo, y enorme, como el de la asesina de mi compañero. Yo estaba paralizado del terror.
—Laura, ¿qué piensas hacer? —le pregunté mientras luchaba contra la parálisis en mis piernas e intentaba avanzar.
—Justicia —me respondió.