Daniel aún no podía creer lo que veían sus ojos, ella estaba allí, sentada frente a él, separados sólo por una pequeña mesa en la cocina. Ella estaba tomando un té en una taza que decía “Aylén” y él la miraba con suma cautela y extremo anhelo; por encima de la taza asomaban los bellos ojos marrones de Aylén, repletos de vitalidad, repletos de luz, repletos de amor, y los miraban a él, sólo a él.
Daniel seguía sin poder creerlo. ¿Fue todo un sueño? o ¿este momento es un sueño? Él no lo sabía, y no quería saberlo. Aylén estaba allí, observándolo y amándolo con su mirada. Y eso era suficiente para él, para su corazón; desterró la oscuridad vacía. Rosas, huele a rosas.
Durante mucho tiempo Daniel había soñado con este día; había soñado que algún día podría tener a Aylén sólo para él; había soñado que algún día podría entregarle su eterno amor adolescente; había soñado que algún día podría entregarle sus labios repletos de besos cautelosos y besos ansiosos, besos amorosos y besos lujuriosos. Eran sueños y nada más. Pero hoy esos sueños se habían materializado y ella, Aylén, estaba sentada frente a él, desayunando juntos en su pequeño departamento estudiantil.
Aylén alejó la taza de sus labios, miró a Daniel y le dedicó una majestuosa sonrisa creada a partir de aprecio y compasión. Daniel vio los dientes perfectos y blancos como telón de una sonrisa que nunca moriría, nunca acabaría; vio los labios extendiéndose a través de las mejillas suaves y cálidas, alejándose las comisuras, profundizándose los pocillos de los extremos de la sonrisa perfecta de Aylén. ¡Qué sonrisa tan hermosa! Y era sólo para él, un regalo de Aylén, su mejor regalo. Este es un día perfecto, pensó. Siguió observando, porque su mirada ejercía en la sonrisa de ella una fuerza deslumbrante; brilla de amor.
Comenzó a darse cuenta de que deseaba besar aquellos labios. Están hechos para mí, pensó Daniel. Aylén, con su pelo corto hasta el cuello, que formaban un desordenado cúmulo de rulos que no conocían el peine, con su buzo color verde que tantas veces la acompañó para protegerla del frío amor de invierno (cómo me gustaría ser ése buzo y poder abrigarte del frío mientras acaricie tu piel y respire el aroma de tu cuerpo; y escuchar el roce de tu cuerpo con el mío al tiempo que te doy mi calor, pensó él) y sonriendo, era perfecta. Su belleza crecía exponencialmente conforme transcurría el tiempo de contemplación. Mirarla la embellecía hasta las profundidades de los abismos. Huele a rosas.
Daniel se levantó de su silla y llevó su taza con los últimos vestigios de lo que había sido su desayuno a la pileta para lavarla, le dio la espalda a Aylén aunque no quería hacerlo porque sentía miedo, no sabía a qué pero el temor mordía sus huesos; aún no recordaba nada. Cuando hubo terminado de lavar su taza pensó decirle cuánto la amaba ahora que estaban los dos solos por fin, ahora que el destino los había unido (ka, lo llamaba ella). Debía decírselo pronto o se arrepentiría, el tiempo era escaso y el sol asomaba por el horizonte. Pronto morirían las ilusiones y Daniel lo sabía.
Se volvió y lo que vio le heló el corazón, Aylén ya no estaba. Su silla se hallaba vacía y la taza de ella yacía rota en el suelo, hecha añicos; en uno de los trozos podía leerse “Ay”. Entonces Daniel recordó lo que había sucedido. Al mismo tiempo el primer rayo de sol penetró la ventana de la cocina y le besó la mejilla izquierda con solemnidad. Rosas y espinas.
Daniel recordó que la noche anterior había recibido una llamada comunicándole que Aylén había muerto en un “accidente” de transito. Había sido atropellada por un conductor borracho que conducía en un mundo desprevenido, sin reglas ni seguridad. Luego de la noticia, a él se le había caído la taza de Aylén que acababa de comprar y contemplaba mientras se disponía a envolverla para regalo. El resto de los recuerdos se constituían de dolor, profundo dolor y oscuridad solitaria e infernal. La madrugada invernal había sido cruel con sus pensamientos y la realidad se había fusionado con los deseos.
Hoy debía ir a su funeral.
Luego al entierro. En el cementerio, cientos de flores (¿por qué rosas?) siempre yacen sobre las tumbas recordándonos lo que le sucede al huésped que duermen bajo ellas. El dolor crecía al tiempo que el aroma a rosas inundaba el departamento.
Daniel quedó mirando por largo rato el regalo para el Día del Amigo que había comprado para Aylén; quedó viendo los trozos de la taza que jamás conocerían las manos suaves de la morocha que sería su dueña porque estaba muerta; ambas estaban muertas; la taza y Aylén ahora eran parte de un mundo donde nada existía. Giró su cabeza hacia el comedor y vio el ramo de rosas que le había comprado. Todo estaba previsto, pensaba declararle su amor pero ella nunca había llegado. ¿Se había desmayado después de la noticia?, no lo recordaba ni le interesaba saberlo. Todo era confuso. Todo era falso. Las rosas se pudrían mientras gritaban de sed, sed de vida. Rosas, rosas. Rose Red.
A veces no alcanzaba con desearlo, Daniel quería que Aylén estuviera allí, en su casa, los dos juntos para siempre. Hasta la eternidad. Y soñar despierto había sido su eternidad. Pero la realidad era mucho más poderosa y cruel; la realidad no se dejaba mentir.
Daniel tomó la cuchilla más filosa de la despensa y le marcó el objetivo al filo de la muerte: la muñeca izquierda con delicadas ramas de venas vitales, luego la derecha. Se acabó, se dijo y miró a la ventana. Aylén lo esperaba fuera, mientras el viento filoso y frío acariciaba su rostro y bailaba con su pelo corto, negro y ondulado. El amor eterno nunca muere. Sintió que algo penetró (y violó) la piel delicada que envolvía su muñeca y protegía las redes de arroyos de pasión muerta. Aylén brillaba, era su ángel.
“Estaremos juntos por toda la eternidad”, pensó Daniel en un susurro de amor violado y asesinado por la desgracia, fue su último pensamiento; ahora sería ella la dueña de sus pensamientos.
Daniel recorrió el último camino de la taza de Aylén; él también estaba hecho añicos.
Daniel recorrió el último camino de la taza de Aylén; él también estaba hecho añicos.
El amor eterno jamás moriría.
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