Introducción: este relato surgió después de una mala experiencia con un sapo. No me estaba cagando, pero sí meando, así que me dirigí al baño como siempre (y como creo que hace todo el mundo), abrí la puerta y, cuando me estaba bajando la bragueta y me acercaba al inodoro, vi que había un sapo en el borde del mismo. Me pegué un cagazo de la puta madre. Salí del baño y llamé a mi hermano menor para que sacara al animal de allí. El sapo saltó del inodoro, estaba todo embadurnado de mierda. La teoría de mi viejo es que los sapos (eso pasó dos veces, la segunda: mientras mi hermano se bañaba vio cómo otro sapo salía del inodoro y se posaba en la plataforma del mismo, es un inodoro un poco raro) se meten por el hoyo del pozo séptico y, como está muy lleno, nadan entre la mierda hasta llegar al caño que da al inodoro. Menos mal que ya no vivo ahí y donde estoy me encuentro a dos pisos del suelo. Para ser un poco más sensato, creo que en realidad son ranas pero no me voy a poner a limpiarles el sorete de la piel para ver si la tienen lisa o rugosa.
El sol estaba calentando el mundo en la plenitud de la tarde y a él le dolía la panza. Había comido muchos chocolates durante la mañana y ahora estaba a punto de reventar. De tanto dolor que sentía cerró sus ojos y buscó la manera de relajarse.
Necesitaba ir al baño lo antes posible, pero no allí, no en esa casa. Lo que había dentro del inodoro no le permitía ni acercarse a tomar el rollo de papel higiénico: el sapo todavía flotaba en la superficie del agua panza arriba y, si tiraba la cadena, podría tapar el inodoro y no podía correr ese riesgo, el hijo de puta era enorme.
Aún le dolía el estómago. Y temía a esos bichos, vivos o muertos. ¿Cómo había llegado un sapo a su inodoro? No lo sabía, pero había sido un sapo muy boludo porque se había ahogado. Por desgracia estaba solo en la casa, mamá estaba en el trabajo. Faltaban tres horas, más o menos, para que ella llegara y le sacase el animalito del
Trono de los Pensamientos. Pero necesitaba cagar ahora. Miró a través de la ventana directo al campo.
—No, no pienso echarme un cago atrás de un árbol. No me voy a limpiar el culo con pasto. Ni que fuera vegetariano.
¿Entonces tu culo come carne? Que mal habla eso de vos.
Negó con un gesto de cabeza. Qué zorra era la mente humana. A veces pensar no era bueno. Un fuerte dolor en el vientre, como si lo estuviesen cagando a patadas desde el estómago (no como le pasa a las embarazadas, ellas tienen a los bebés en otro lado), le recordó que le estaban golpeando la puerta de atrás por dentro. Miró en el horizonte y vio la casa de su amiga. Sí, ella lo dejaría pasar al baño.
Volvió a recordar el sapo con la panza blanca inflada y apuntando hacia él; esa pequeña y horrible mueca que formaba con esos labios tan definidos; las patitas abiertas a los lados, y ese horrible orificio que debiera ser por donde garcaban. Sintió asco.
Cerró sus piernas, se agachó, respiró hondo y, cuando se hubo calmado, comenzó su travesía a la casa de su amiga y vecina del alma (o viceversa).
Cruzó la calle y saltó el alambrado. Empezó a correr sin parar. Cuanto más cerca veía la casa de su amiga más fuerza debía hacer para no cagarse (lo que sucedía cuando a uno lo afectaba la ansiedad). No vivía lejos, pero con esa desesperación por sentarse en el trono y abrirse de piernas, cien metros parecían diez kilómetros.
Conocía a su vecina desde la primaria y eran muy buenos amigos. Sus padres tampoco casi nunca estaban en casa durante todo el día. Como los padres de él, los de ella trabajaban hasta tarde para llevar la comida al hogar. Así era la vida del pobre. Siempre se había llevado bien con su amiga y se confiaban casi todos sus secretos. Durante gran parte de su vida, él nunca había mostrado otro interés que no fuese amistad, pero el desarrollo de la adolescencia había cambiado los planes: a su amiga le habían crecido los pechos y se le había redondeado y crecido el culo de una manera casi exagerada. Más de una noche le había dedicado una bajo las sábanas.
—¿Y qué mierda voy a hacer si me llena los huevos cada vez que la veo? —se quejó mirando al cielo.
Debía hacer cada vez más fuerza para que nada saliera de su ano, pero también comenzaba a sentir una erección que no podría parar si no pensaba en algo feo. Basta de amiga, che.
Pensó en un perro, se lo terminaba empernando. Pensó en los zombies de The Walking Dead, entonces acababa practicando la necrofilia. Pensó en el sapo, casi todo regresó a la normalidad. Su pene se cayó como si le hubiesen dado una mala noticia luego de jugar todo el día.
Se detuvo frente a la puerta. Esperó unos segundos para recuperar el aire y luego llamó con tres golpes fuertes. Silencio. Esperó otros segundos, muchos. Golpeó nuevamente. Silencio otra vez. Esperó un minuto más. Estaba dispuesto a golpear por última vez resignado a cagarse encima cuando oyó la voz de ella al otro lado. Se la oía agitada, o cansada.
—¿Quién es? —preguntó.
—Soy yo, tu amigo del alma. —Necesitaba con suma urgencia su baño y no podía decírselo porque, aunque había pensado en hacerlo, sentía vergüenza.
Ella abrió la puerta. Sus mejillas estaban ruborizadas, por no decir al rojo vivo.
—¿Estás bien? —preguntó él—. Parecés como si tuvieras fiebre.
—Sí —contestó ella—. El que no parece estar bien sos vos.
—No, solo estoy un poco cansado de tanto ir y venir. ¿Puedo pasar?
Ella dudó por un momento pero no podía decirle que no. Lo invitó a entrar.
—¿Querés unos mates? —le ofreció.
—Dale, te agradezco.
Ella fue a la cocina.
—¿Puedo pasar al baño? —preguntó intentando no parecer muy desesperado.
—Claro, pasá nomás.
Entró al baño. Se bajó los pantalones y dejó que todo fluyera como Dios manda: sin obstáculos ni complicaciones. Por momentos detenía el chorro para evitar hacer cualquier sonido si el caudal se iba al carajo y aumentara la presión acabando en un pedo muy sonoro. Abrió la ventanita para que saliera el olor y agitó sus manos para dispersarlo por todo el cuartito. Hizo ese ritual por varios minutos.
Un rato después se sentía como un hombre nuevo. Tiró la cadena y salió del baño con una sonrisa de oreja a oreja. Se sentó a la mesa y observó a su amiga preparar un mate. Le divisó el escote y la excitación volvió hacia él una vez más. Comenzaba a sentir la presión en su pantalón.
Se cruzó de piernas.
La miró a los ojos. Parecía avergonzada.
—¿Te pasa algo, amiga?
—No, nada. —Le ofreció un mate a su invitado, le temblaban las manos y casi dejó caer una buena cantidad del líquido que al final se mantuvo en el recipiente. Él lo aceptó sin prestarle atención a ese mínimo detalle.
La excitación que el muchacho sentía era demasiado intensa y no lo dejaba pensar con claridad. Le volvió a mirar el escote y notó la respiración agitada de su amiga en sus bochas. El mate se le cayó al suelo.
—Disculpame —se excusó. Se agachó para agarrar el mate y no pudo evitar pegarle una ojeada a la parte de abajo.
Ella llevaba una pollera negra demasiado corta. Su vista recorría dos piernas blancas a una velocidad que le permitía imaginarse las mejores fantasías adolescentes. Avanzó hasta el punto donde se unían, el dulce punto del placer. Estaba transpirando. Le miró la bombacha rosada y el calor le subió hasta las nubes. El cielo parecía un infierno.
El aire estaba cálido allí dentro, en el comedor de la casa de la vecina. El salvajismo estaba a flor de piel y la excitación impregnaba todo el lugar. Él se levantó y dejó al descubierto su fogosidad para que ella lo viera.
—Estuve practicando —comentó ella mientras le fichaba el bulto—. Quiero tener un orgasmo.
Se subió a la mesa y se acercó a él gateando y ronroneando, mientras sus pechos intentaban zafarse de la prisión del escote de su musculosa. Luego se arrodilló y se arrojó sobre su víctima sexual como si fuese una leona. Le tomó las manos y extendió sus brazos a los lados. Comenzó a recorrer el cuerpo de su amigo hacia abajo: primero el cuello, un beso, luego el pecho, una lamida cálida, luego la panza, un chupón.
Una fuerte sensación atrapó al muchacho comenzando desde el estómago, donde yacían las mariposas, hasta la garganta. Se zafó de las manos de la muchacha, le agarró la musculosa y se la desgarró como si fuese un depredador atrapando a su presa; sus tetas eran libres al fin. Comenzó a besarle el cuello y luego bajó lentamente hasta el pecho.
Ella gemía mientras le quitaba a él los pantalones con bastante torpeza. Le quemaba todo el cuerpo. La fricción entre las pieles generaban el fuego de la pasión y de la calentura acumulada. Él le chupó los pezones y luego le sujetó las nalgas con sus manos, el culo era firme y redondito, como siempre se lo había imaginado. La desnudo por completo y luego la penetró con falsa delicadeza.
Ella llevó sus manos al trasero de su amigo y le presionó los cachetes peludos. Él movió su pelvis hacia delante y la penetró un poco más. Ella profirió un gritito casi ahogado mientras le seguía manoseando el culo: arrastró su mano derecha hasta la zanja peluda y metió el dedo índice en el hoyo.
Él gritó y se sacó el dedo del orto; para vengarse la dio vuelta, la aferró por la cintura, la apoyó contra él y se dispuso a hacerle el ojete pero ella se alejó un poco. No, no quería que le hicieran el totó... todavía.
Todo sucedía tan rápido que no se habían dado cuenta que habían cedido a sus respectivos deseos, esos que habían reinado sobre los sueños húmedos por demasiado tiempo.
—Te la voy a chupar toda —dijo ella para compensarlo por el tema del culo, luego se mordió los labios, se arrodilló y... a lo dicho...
Abrió sus ojos. Se puso los guantes de goma, metió la mano en el inodoro y sujetó el sapo por una de sus patitas traseras. Lo sacó de ahí y lo arrojó al campo. Se quitó los guantes y se sentó sobre el inodoro con toda la tranquilidad del mundo. El chorro de diárrea salió de su agujero con una presión que salpicó la pared del trono con sorete y de agua sus cachetes peludos, más un poco de caca. Se sentía el rey del mundo.
—Mierda, no me quiero imaginar lo que me habría pasado si le hubiera tenido miedo a los sapos. Seguro que ahora me estaría cagando encima.
«A veces es mejor tener miedos.»