IV. RECUERDOS OLVIDADOS
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―Creo que te está haciendo mal tu idea de salvar al mundo, Raúl ―dijo Juan a este.
Los dos hombres estaban reunidos en una habitación, a solas, para hablar de algunas cuestiones personales.
―No podía arriesgarme a dejarla en la calle, los invasores están al acecho.
―Después de lo que le sucedió a Gabriel cuando lo encontraste no podemos confiar en nadie.
―Bueno, aun así ella está aquí vigilada. Vamos a cuestionarla y a buscarle algún punto débil, si es que existe tal cosa. Los necesito salvar, así debe ser, Juan, y no voy a dejar morir a nadie aquí.
Juan negó con la cabeza. No le gustaba la idea de que Raúl trajeran al primero que se encontrara en la calle. El mundo ya no era como antes, y debía proteger al niño y su madre, la mujer de la que estaba enamorándose. Por ella, los llevaría a algún lugar seguro, aunque fuese lo último que hiciera.
―Raúl, lo único que te pido es que nunca bajes la guardia. Todos los que estamos aquí confiamos en vos. No te dejes cegar por el liderazgo y por la necesidad de salvar al mundo, a veces deberemos sacrificarnos para continuar. A veces no debemos mirar al costado y no detenernos a ayudar; este nuevo mundo nos lo exige.
Raúl asintió con un gesto de cabeza.
Armando estaba al lado de Aylén, la chica miraba a su alrededor, parecía asustada pero atenta a todos los detalles. Tenía diecisiete años y estaba sin su familia. El universitario comenzó a sentir una sensación en el estómago que le gustó muy poco. Se llama amor a esa sensación y es peligrosa, demasiado.
―¿Estás bien, Aylén? ―le preguntó luego de un prolongado silencio gobernados por miradas vacías y esquivas.
Gabriel estaba recostado en un sillón, en el punto más alejado de la sala de recepción, cerca de Clara y su hijo. No podía apartarle la mirada al niño, este estaba jugando con un camión de juguete.
―Sí ―respondió Aylén―. Es que no puedo creer que todo el mundo haya desaparecido así como si nada. Y luego de una semana sola me los encuentro a ustedes, con armas y con historias de todas esas cosas peligrosas merodeando por las calles.
―Necesitamos protegernos de los invasores.
―De los que me hablaron durante el viaje. ¿Cómo es posible que no haya visto a ninguno de esos donde vivo?
―No lo sé ―confesó el universitario.
Ella le tomó la mano derecha con las suyas y se la presionó. Por un instante pareció desaparecer de su cuerpo, ausente, luego volvió a hablarle a Armando. Ahora entendía un poco más, nada es casual, nunca lo había sido. Juegos del destino.
―Tengo miedo ―le dijo, y le soltó la mano.
Armando la abrazó, sabía que eso no estaba bien pero qué le iba a hacer; el mundo ya no era como antes.
Gabriel tenía hambre. Mucho hambre. Miraba fijamente al niño jugando con un camioncito en el suelo de la recepción. En algún lugar de ese hotel estaban hablando Raúl con Juan, seguramente decidiendo qué hacer con la muchacha que encontraron en la calle. Le dirigió una mirada a ella, no parecía ser parte de esos extraterrestres pero tampoco se quería confiar de ello, Natalia había sido un remedio para curarlo del espanto. Intentó recordar nuevamente algo de su pasado pero los recuerdos eran cada vez más confusos. Comenzó a preocuparse.
Clara lo observaba a su hijo jugar, parecía estar a punto de llorar.
―No quiero este mundo para mi hijo.
Gabriel volvió en sí luego de viajar entre recuerdos olvidados. Malditos extraterrestres, ya nada era igual.
―Lo sé, creo que nadie lo quiere.
Gabriel vio cómo los otros dos muchachos se abrazaban y sintió deseos de abrazar a Clara también, pero no podía hacerlo. Se odió por ello. Volvió a intentar recordar cómo había sido su vida antes de este acontecimiento pero le costaba volver al pasado. Ya ni a su familia veía en su mente. Creía que sería bueno visitar la casa de sus padres antes de seguir el viaje hacia el campo.
Se puso de pie y se acercó a la puerta de entrada olvidando a Clara y su hijo por un momento.
―¿Qué hacés? ―le preguntó Clara.
―Pienso, solo eso.
Raúl se asomó por una puerta cerca del ascensor y les informó que era hora de cenar.