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martes, 27 de marzo de 2012

El fin de los tiempos (Capítulo IV)

IV. RECUERDOS OLVIDADOS

1
   ―Creo que te está haciendo mal tu idea de salvar al mundo, Raúl ―dijo Juan a este.
   Los dos hombres estaban reunidos en una habitación, a solas, para hablar de algunas cuestiones personales.
   ―No podía arriesgarme a dejarla en la calle, los invasores están al acecho.
   ―Después de lo que le sucedió a Gabriel cuando lo encontraste no podemos confiar en nadie.
   ―Bueno, aun así ella está aquí vigilada. Vamos a cuestionarla y a buscarle algún punto débil, si es que existe tal cosa. Los necesito salvar, así debe ser, Juan, y no voy a dejar morir a nadie aquí.
   Juan negó con la cabeza. No le gustaba la idea de que Raúl trajeran al primero que se encontrara en la calle. El mundo ya no era como antes, y debía proteger al niño y su madre, la mujer de la que estaba enamorándose. Por ella, los llevaría a algún lugar seguro, aunque fuese lo último que hiciera.
   ―Raúl, lo único que te pido es que nunca bajes la guardia. Todos los que estamos aquí confiamos en vos. No te dejes cegar por el liderazgo y por la necesidad de salvar al mundo, a veces deberemos sacrificarnos para continuar. A veces no debemos mirar al costado y no detenernos a ayudar; este nuevo mundo nos lo exige.
   Raúl asintió con un gesto de cabeza.

   Armando estaba al lado de Aylén, la chica miraba a su alrededor, parecía asustada pero atenta a todos los detalles. Tenía diecisiete años y estaba sin su familia. El universitario comenzó a sentir una sensación en el estómago que le gustó muy poco. Se llama amor a esa sensación y es peligrosa, demasiado.
   ―¿Estás bien, Aylén? ―le preguntó luego de un prolongado silencio gobernados por miradas vacías y esquivas.
   Gabriel estaba recostado en un sillón, en el punto más alejado de la sala de recepción, cerca de Clara y su hijo. No podía apartarle la mirada al niño, este estaba jugando con un camión de juguete.
   ―Sí ―respondió Aylén―. Es que no puedo creer que todo el mundo haya desaparecido así como si nada. Y luego de una semana sola me los encuentro a ustedes, con armas y con historias de todas esas cosas peligrosas merodeando por las calles.
   ―Necesitamos protegernos de los invasores.
   ―De los que me hablaron durante el viaje. ¿Cómo es posible que no haya visto a ninguno de esos donde vivo?
   ―No lo sé ―confesó el universitario.
   Ella le tomó la mano derecha con las suyas y se la presionó. Por un instante pareció desaparecer de su cuerpo, ausente, luego volvió a hablarle a Armando. Ahora entendía un poco más, nada es casual, nunca lo había sido. Juegos del destino.
   ―Tengo miedo ―le dijo, y le soltó la mano.
   Armando la abrazó, sabía que eso no estaba bien pero qué le iba a hacer; el mundo ya no era como antes.

   Gabriel tenía hambre. Mucho hambre. Miraba fijamente al niño jugando con un camioncito en el suelo de la recepción. En algún lugar de ese hotel estaban hablando Raúl con Juan, seguramente decidiendo qué hacer con la muchacha que encontraron en la calle. Le dirigió una mirada a ella, no parecía ser parte de esos extraterrestres pero tampoco se quería confiar de ello, Natalia había sido un remedio para curarlo del espanto. Intentó recordar nuevamente algo de su pasado pero los recuerdos eran cada vez más confusos. Comenzó a preocuparse.
   Clara lo observaba a su hijo jugar, parecía estar a punto de llorar.
   ―No quiero este mundo para mi hijo.
   Gabriel volvió en sí luego de viajar entre recuerdos olvidados. Malditos extraterrestres, ya nada era igual.
   ―Lo sé, creo que nadie lo quiere.
   Gabriel vio cómo los otros dos muchachos se abrazaban y sintió deseos de abrazar a Clara también, pero no podía hacerlo. Se odió por ello. Volvió a intentar recordar cómo había sido su vida antes de este acontecimiento pero le costaba volver al pasado. Ya ni a su familia veía en su mente. Creía que sería bueno visitar la casa de sus padres antes de seguir el viaje hacia el campo.
   Se puso de pie y se acercó a la puerta de entrada olvidando a Clara y su hijo por un momento.
   ―¿Qué hacés? ―le preguntó Clara.
   ―Pienso, solo eso.
   Raúl se asomó por una puerta cerca del ascensor y les informó que era hora de cenar.


2
   Todos descansaban. Raúl no. Miraba con atención a su grupo de «sobrevivientes», o mejor dicho, «no capturados». Los quería proteger a todos. Esa chica no parecía ser una invasora, luego de una hora de preguntas no había mostrado un solo indicio de debilidad ni de falta de inteligencia; ella estaba limpia. Y Juan estaba de acuerdo, no habían dudas. La chica se podía quedar en el grupo. Pero había algo raro en ella, como en la mayoría del grupo. Eran especiales, y sus vidas dependían de él. Ya no habían dudas de lo que Estrella, su mujer, le había dicho una vez: «el mundo está repleto de poderes, y esos poderes viven en el alma de unos pocos; algún día eso cambiará el mundo». Maldita desgraciada, ella siempre le había mentido en todo lo demás, su vida no había sido nada más que una farsa.
   Fuera hacía frío. Se acercó a la ventana y miró la luna. Era hermosa, llena, pero por allí también esperaban estos malditos para largarse con toda la vida en el planeta. El cielo estaba plagado de naves invasoras; a veces, durante el día, se las podía ver como un pequeño destello en el cielo, como estrellas iluminando en el día.
   Todos dormían en una habitación, algunos en el suelo y otros en camas muy cómodas. Raúl lo prefería así: a todos juntos.
   El sueño comenzó a hacer estragos en su mente. No pudo resistir más y se durmió.

   Gabriel se despertó a la madrugada y salió de la habitación con sumo sigilo.
   No quería que nadie supiera que estaba despierto y que pensaba salir del hotel. Pasó por al lado de la cama en la que dormía Clara junto a Nico y casi se largó a llorar. Ese niño, parecía tener algo especial pero no podía estar seguro de ello. Todos los que estaban allí parecían tener algo especial dentro, salvo él. Era diferente, su situación había sido diferente, él no recordaba. Y necesitaba hacerlo. Esta noche.
   Cruzó la puerta de entrada y salió a la fría noche de marzo. Ya era lunes doce. Un nuevo día en el planeta Tierra. Caminó unas cuadras hasta que vio un coche que le gustó: un Peugeot 206 negro. Se acercó para ver si tenía las llaves puestas y se alegró de que así fuera. Abrió la puerta del lado conductor y se subió. Alguien lo llamó por detrás y se asustó bastante.
   Era Aylén, lo había seguido.
   ―¿Qué hacés acá?
   ―¿Vos qué hacés? ―preguntó ella.
   ―Nada, salgo a dar un paseo. Le va a hacer bien a mi cabeza.
   ―¿Te puedo acompañar?
   Gabriel lo meditó unos instantes y luego asintió.
   ―Vamos. Voy a visitar la casa de mis padres.
   Gabriel le contó por qué necesitaba salir de allí, era de suma urgencia recordar su pasado. Le contó a ella que de verdad creía que había estado en una nave y que le habían hecho algo allí en su cabeza. Otra explicación no había. Aylén escuchaba atentamente, como le hace un profesor cuando lo pregunta a su alumno y analiza su respuesta para calificarlo.
   ―Todo es posible ―comentó ella.
   El 206 avanzaba a paso lento por la avenida, esquivando coches, con las luces apagadas para no llamar la atención. La luna llena les proporcionaba toda la luz que necesitaban.
   Luego de media hora de viaje, finalmente llegaron a su destino. Gabriel apagó el motor y se bajó del auto rápidamente. La casa de sus padres seguía igual que siempre, como si nada hubiese sucedido.
   Dentro, no había nada que lo ayudase a recordar, salvo fotos encuadradas de sus padres, momentos grabados para siempre que nadie más vería. Aylén lo seguía paso a paso, con su linterna iluminaba todo lo que podía.
   Gabriel dejó escapar una lágrima. ¿Qué mierda me hicieron?, se preguntó.
   Entró en la habitación de su hermano y vio los afiches de Boca Juniors colgados en la pared, la del Gran Martín Palermo sobre la cabecera de la cama a punto de hacer uno de sus gloriosos y eternos goles. Se sentó en el borde de la cama y comenzó a pensar. El día que despertó recordaba más de lo que ahora era capaz de lograr, su cabeza estaba cambiando. Se levantó repentinamente y fue a la habitación de sus padres.
   Nada extraño, todo como siempre.
   ―¿Qué buscás? ―le preguntó Aylén.
   ―Un recuerdo.
   ―¿Y encontraste algo?
   ―Nada, aquí no hay nada que me pueda ayudar a recuperar mi memoria.
   Ella se acercó a él pero se detuvo a medio camino, era mejor esperar. Gabriel miraba al suelo, estaba llorando.
   ―Está bien ―atinó a decir ella.
   ―Sí, volvamos. Raúl sabrá qué podemos hacer para recuperar a mi familia. Hoy más que nunca pienso luchar por ellos; yo los abandoné hace tiempo y hoy lamento no haber disfrutado junto a ellos, lo que apenas puedo recordar. Era demasiado rebelde y pelotudo para estar en casa.
   Ambos se rieron y regresaron al coche.

3
   Durante el regreso hablaron de lo que había sido la vida antes de este cambio tan importante en el mundo. Aylén no tenía mucho para contarle salvo chicos que la acosaban constantemente debido al infierno que le generaba tener ese cuerpo nada celestial, y de la escuela. Gabriel de vez en cuando se reía, esa chica era una hermosura y le encantaba la charla, lo opuesto de Armando; sin embargo, el universitario la amaba, se notaba a leguas, y tendría que luchar mucho para conquistarla. Al menos eso creía él con su experiencia grabada en la piel.
   Esquivó a varios coches hasta que se detuvo frente al hotel. Las luces estaban apagadas, como siempre.
   Cuando bajaron del coche alguien abrió la puerta del edificio y los iluminó con una linterna.
   ―¿Dónde carajo han estado? ―preguntó Raúl, mientras alternaba el haz de su linterna entre ambos. Luego, la apagó.
   ―Salimos a pasear un poco.
   ―Gabriel, no podemos darnos el lujo de irnos sin más. Pueden atraparlos y llevárselos. Necesito que nos mantengamos juntos y no nos separemos sin que los demás lo sepan.
   Gabriel asintió. Raúl ingresó al hotel. Parecía cansado y sin ganas de discutir.
   ―Es muy estricto. Todavía debe pensar que soy una de esas cosas, como la chica que conociste ―comentó Aylén.
   ―No, no lo sos. Lo sé, no siento lo mismo que sentía cuando estuve al lado de Natalia.
   ―Gracias por confiar en mí.
   Aylén lo abrazó, luego se apartó repentinamente de él. Gabriel vio miedo en su rostro.
   ―¿Estás bien, Aylén?
   ―S-sí, solo que mejor voy adentro.
   Ingresó rápidamente al hotel. Gabriel se quedó mirando perplejo, ¿quién entendía a las mujeres? Luego entró al no obtener respuesta en su cabeza.

   Aylén caminó por el pasillo e ingresó la habitación. Raúl observaba mientras ella atravesaba la puerta desde el pasillo; ambos se habían escapado como si nada, sin que él se diera cuenta, no podía dejar de vigilar durante la noche.
   Se sentía cansado pero durante la mañana viajarían hacia la casa donde había vivido prácticamente toda su infancia y podría descansar un poco, si dormir tres horas al día se puede llamar descansar, sabiendo que no encontraría a sus abuelos allí. Sabía que seguían sus pasos pero no entendía del todo por qué no los habían atrapados. Porque nos necesitan, se dijo, pero cuidado, pueden jodernos de algún modo.
   ―No desaparezcas más ―le advirtió a Aylén antes de que ella cruzara la puerta de la habitación 19.
   ―No lo haré ―dijo ella. Una vez dentro susurró―: Me necesitan.

4
   Clara se despertó al oír a su hijo hablarle casi al borde del llanto. Le golpeaba en la cara mientras la miraba. Quería su camioncito de juguete.
   Tomó la linterna y buscó por toda la habitación el preciado juguete. Juan y Armando dormían como troncos. Descubrió que ni Raúl ni Gabriel ni Aylén estaban en la habitación pero no se preocupó por ello. El maldito juguete, eso importaba ahora. Lo vio en un rincón, en el extremo opuesto del cuarto.
   ―Ya te lo alcanzo ―le dijo a su hijo. Se destapó y desperezó.
   Cuando se hubo sentado en el borde de la cama, se quedó paralizada al ver flotar el camión hacia ella. Lo esquivó cuando el juguete pasó cerca de su cabeza. Iba directo hacia su hijo. Este sonreía mientras extendía sus brazos con las manos abiertas y su camioncito se posaba sobre ellas.
   ―¿Qué mierda es esto?
   ―Mión ―respondió Nicolás, de tres años, de poderes, de fuerza.
   Clara se asustó y se levantó de su cama. Luego, tomó a su hijo y lo sujetó con fuerzas. Nunca había visto nada semejante desde que Nicolás hubiera nacido.
   Después lo acostó en la cama y lo tapó con una sábana. Apagó la linterna e intentó conciliar el sueño nuevamente, aunque sabía que le sería imposible luego de ver la escena de su hijo. Era especial, y en ese mundo valía demasiado. Al final, ella cedió al cansancio y se durmió.
   Los ojos de Nicolás brillaron en la semioscuridad de la habitación iluminada por la luna llena de una noche que era parte de la eternidad.

Continuará...

3 comentarios:

  1. Cada vez más misterio. ¿Qué esconde la pendeja de 17?
    Esperando a la próxima entrega.
    Saludos.

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  2. ¡Excelente! Me leí los cuatro capítulos de una, jeje...
    Espero la quinta parte con ansias.
    Muy buenas las menciones a Raúl y Juan, ¡son héroes post-apocalípticos!

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  3. Te estás mandando una novela de la p#t@ m@dre, Cristian.
    Los perfiles de los personajes dibujados a la perfección, y cada uno tiene su importancia esencial en la trama.
    Más el suspenso que le metés, y esos finales abiertos que te dejan, como dice Sebastián, esperando con ansias por lo que viene.
    ¡Fantástico!

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