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martes, 20 de marzo de 2012

El fin de los tiempos (Capítulo III)

III. Resistir

1
   Raúl se detuvo frente a un enorme supermercado, Gabriel hizo lo mismo, con cierta curiosidad.
   ―¡Podés salir, Armando! ―gritó al interior.
   Un muchacho se asomó a la puerta, miraba hacia todos lados con suma cautela. Luego lo observó a Raúl y sonrió.
   ―Le presento a Armando Gutiérrez ―le dijo a Gabriel―, nuestro chico universitario.
   Gabriel se acercó al muchacho, este último parecía un poco asustado.
   ―Un gusto, mi nombre es Gabriel Agüero.
   Raúl le relató a Gabriel que se habían acercado al almacén para buscar alimentos cuando vieron acercarse el Peugeot y luego detenerse en medio de la avenida. Raúl se había asomado por curiosidad, no era normal ver movimiento donde no había nadie; luego, había visto toda la escena desde principio a fin. Había visto a la mujer transformarse en uno de los invasores.
   ―Es increíble, ahora sabemos que se parecen a nosotros ―dijo mientras ingresaba al supermercado.
   ―Eso es algo muy malo ―observó el chico universitario.
   Raúl asintió. Su rifle colgaba del hombro derecho. Llevaba en el cinturón un revólver plateado, calibre 38. Él estaba preparado para cualquier cosa. Gabriel pensaba en lo cerca que había estado de la muerte, sintió un escalofrío. Luego lo miró a Armando.
   ―¿Estás asustado? ―le preguntó al universitario.
   ―Sí.
   ―Yo también.


2
   Armando le contó a Gabriel, luego de que este hubiese concluido con su relato, cómo había comenzado su pesadilla hacía una semana atrás. Había ido a la facultad para presentarse a un examen final. No le había ido como se imaginaba y abandonó el aula casi una hora después de haber ingresado. Luego entró al baño y se sentó a cagar.
   En un momento dado, sintió como si el tiempo se hubiera vuelto pesado, casi tangible y, cuando hubo salido del baño, no encontró a nadie. Durante unos días buscó a amigos, conocidos y familiares pero no obtuvo buenos resultados. Cuatro días después de soledad encontró a Raúl junto a tres personas más. Fue Raúl quien mató a una de esas cosas espaciales cuando se hubo cruzado en su camino, y hacía un rato había matado a su segunda víctima intergaláctica. Fue Raúl quien demostró tener la habilidad de un líder. Era Raúl su nuevo e indiscutible ídolo.
   Raúl, en cambio, permanecía en silencio. Parecía no tener nada para contar, Gabriel decidió esperar. Conocía a esa clase de personas, solitarios, como él, con miles de historias escondidas en las profundidades de su ser.
   Raúl conducía una Ford F-100 amarilla en dirección sur. La ciudad no era más que una enorme maqueta carente de vida. De vez en cuando miraban al cielo, debían ser cautelosos, ellos podrían aparecerse en el momento menos esperado.
   ―Armando tiene una teoría al respecto de estas cosas extraterrestres ―dijo Raúl, luego de un prolongado silencio donde solo se oía el ronroneo del motor de la camioneta repleta de alimentos.
   ―Así es ―afirmó Armando.
   ―Natalia, digo la cosa que mató Raúl me dijo que nos vinieron a buscar para hacernos trabajar en su mundo. Es decir, nos quieren esclavizar.
   ―Sí, pero también pueden pretender adueñarse de las riquezas de nuestro planeta. Lo que rompe con mi idea es el hecho de que uno de ellos se haya hecho pasar por uno de nosotros para robarte información. Puede ser que sea cierto que quieren saber cómo te escapaste para arreglar sus errores.
   ―Lo que sí es cierto es que son estúpidos. Ella olvidó contarme una parte fundamental de su relato, algo que sabía de la noche anterior porque me lo había contado: que había escapado de una nave pero en su historia nunca fue llevada a tales lugares; lo olvidó, simplemente.
   ―No lo sé, es todo muy raro. Parece que nos estuvieran cazando, buscando a quienes logramos evitar ser atrapados en el primer intento para encerrarnos en sus naves.
   ―No entiendo por qué simplemente no nos hacen boleta con alguna explosión, si pudieron llevarse a casi todo el mundo para sus naves, pueden destruirnos con solo presionar otro botón.
   ―Tal vez no puedan ―acotó Raúl, mientras doblaba en una esquina.
   ―Es cierto, tal vez aún no puedan irse de aquí porque no tienen la energía suficiente para hacerlo ―continuó Armando―. Tal vez se hayan quedado sin fuerzas luego de atraparnos y estén esperando para zarpar. Por eso no quieren gastar energía en eliminarnos. La electricidad se acabó luego de que desapareciera casi todo el mundo, lo que me hace creer que ellos utilizaron toda esa energía para llevarse a la gente.
   ―¿Acaso no saben que existen armas aquí que nos pueden borrar en un instante? ―preguntó Gabriel.
   ―¿Y si no saben que existen tales armas?
   ―Es nuestra única esperanza ―dijo Raúl―. Como dice usted, Gabriel, hay cosas que están omitiendo, pero no creo en lo absoluto que sean estúpidos. Solo esperan el momento de dar el golpe final en nuestro planeta. Es más, esto a veces creo que es como el juego del gato y el ratón. Soy cazador, y tengo el presentimiento de que nos dejaron acá para jugar con nosotros mientras esperan para irse, como ya mencionó Armando. Y no nos van a atrapar, se los aseguro.
   Gabriel miró al cielo, allí se encontraban todas las personas atrapadas, tal vez su familia estuviera entre ellos. Parte de las teorías de Armando y Raúl parecían convincentes, pero no podía estar seguro de que fueran la verdad. Sobre esos seres no había nada seguro. Y él conocía una debilidad de ellos pero no la recordaba, por algo estaba allí, era la única persona que no recordaba nada de la última semana. Se odió por ese hecho.
   En el cielo se hallaba la verdad, pero le parecía inalcanzable.
   La camioneta por fin había llegado a destino.

3
   Ingresaron a la sala de recepción de un hotel. Allí estaba el resto del grupo de Raúl: una chica rubia con un niño de unos tres años descansando sobre sus piernas, y un hombre alto, de más de treinta años, de edad similar a la de Raúl.
   ―Ellos son Clara Álvez con su hijo Nicolás, de tres años, y él es Juan Bassa ―señaló primero a la mujer y el niño y luego al hombre.
   ―Mi apellido es un poco más largo pero está bien así, creo que a estas alturas poco importa cómo nos llamemos ―agregó Juan.
   ―¿Ellos son todo el grupo? ―inquirió Gabriel, luego de presentarse a los nuevos.
   ―Por ahora sí ―dijo Raúl―. A ellos tres los hallé un día después de toparme con Armando. Estoy seguro de que hay más como nosotros resistiendo afuera, esperando a que lleguemos para darles una mano, así como lo hicimos con vos.
   Gabriel lo miró. No dijo nada.
   ―Esta tarde iremos a la comisaria. Anoche llegamos a la ciudad. Buscaremos armas y nos dirigiremos hacia el sur. Iremos a zonas más despobladas, mañana a primera hora. El campo nos va a hacer bien.
   ―Sería raro encontrar personas en zonas despobladas ―dijo Gabriel.
   ―Si uno fuera inteligente el último lugar al que iría sería al centro de una ciudad.
   ―A menos que te traiga un extraterrestre disfrazado de mujer infartante ―acotó Gabriel.
   ―Puede ser ―dijo Raúl―. Bueno, vamos a comer. Hoy nos espera otro día largo. Y, por dios, péguese un buen baño.
   ―Dejá de tratarme por usted, debés sacarme el doble de edad.
   ―Tengo cuarenta años, pibe.
   ―Perdón, tengo veintitrés.
   Raúl lo miró con seriedad, luego sonrió. Bajó su mirada y sacó un cigarrillo de su paquete.
   ―Mejor andá a bañarte si no querés terminar como tu novia extraterrestre.
   Los demás presentes quisieron saber de qué hablaban, entonces Gabriel volvió a relatar su aventura desde donde recordaba. Todas las miradas apuntaban a él pero nadie dijo nada. Luego fue a bañarse sin más.

4
   Gabriel se acercó a Clara, la chica era bonita, pero esta vez tendría más cuidado. Después de lo sucedido por la mañana no confiaría nunca más en una mujer.
   ―Lindo muchacho ―dijo Gabriel―, como la mamá.
   ―Hay hombres que no los detiene ni el fin del mundo ―comentó Clara mientras acostaba a su hijo en un sillón.
   ―Es que siempre creí que las mujeres serían más fáciles si no hubieran muchos hombres por ahí ni oportunidades que me llevasen a derrota.
   ―Eso no es lindo.
   ―En realidad siempre creí que moriríamos a manos de zombies o mutantes, cosas por el estilo.
   Gabriel se sentó al lado de la chica, él era un muchacho que nunca lograba tener una visión completa de la realidad, aunque era bastante observador, de esto último no cabía dudas. Miró al hijo de ella durmiendo con su rostro sumergido en el sofá del hotel. Luego la miró a ella, sonrió. Él era muchas cosas, pero sentía que estaba olvidando otras cuestiones, debía ser normal luego de siete días perdidos.
   Raúl lo llamó, le pidió que lo acompañara junto al universitario. Era hora de ir a buscar armas.
   ―Bueno, nos vemos luego, Clara ―la saludó, y se alejó con una sonrisa en el rostro. Por dentro no entendía por qué hacía lo que hacía pero lo disfrutaba. Olvidar que estaban casi perdidos era un don que solo él conocía.

5
   La comisaria estaba como el resto de la ciudad. Dentro encontraron el depósito de armas. Con un disparo del rifle de Raúl lograron abrir la puerta del mismo.
   Armando vigilaba en la entrada de la institución. Eran alrededor de las tres de la tarde. El disparo de Raúl lo sobresaltó. El jefe le gritó que no había problemas. Todo estaba en orden. No sabían que había alguien más con ellos.
   ―Bien, agarrá estas escopetas. Con estas cosas podés partir un cuerpo al medio como si fuera un trozo de queso podrido ―dijo Raúl.
   ―Genial.
   ―¡Arriba las manos! ―gritó el policía, un muchacho que apenas llegaba a la mayoría de edad, mientras le apuntaba a los intrusos con su arma reglamentaria.
   ―Tranquilo, amigo ―intentó calmarlo Raúl―. Somos amigos, somos de los buenos.
   El muchacho parecía cansado, sus ojos danzaban siniestros y demenciales, de un lado al otro, destilando desconfianza.
   ―Arroje su arma, señor.
   Raúl le hizo caso y dejó su rifle en el suelo con cuidado. Luego levantó sus manos, abiertas. Gabriel retrocedió un paso. Estaba asustado.
   ―Ustedes son cómplices de esas cosas. Yo las vi, estaban por todos lados. Vinieron a buscarme, ¿cierto? ―preguntó el policía.
   ―Te equivocás, amigo ―lo corrigió Gabriel―. Venimos a buscar armas, pensamos defendernos. Sé que suena como una locura pero no podemos dejar que nos atrapen sin resistir. Y, si querés, podés unirte a nuestro grupo.
   El muchacho apuntó su pistola hacia su interlocutor, sonrió.
   ―Mentira, son extraterrestres. Y van a morir. ―Presionó su arma con firmeza y apuntó a la cabeza de Gabriel.
   El siguiente sonido fue el del palo al golpear en la cabeza del policía. Este cayó como una bolsa de basura al suelo.
   ―Gracias, Armando ―le agradeció Raúl.
   ―Por nada, este pibe está bastante loco.
   ―¿Quién no se volvería loco en esta situación?, ¿y solo? ―preguntó Raúl.
   ―Gracias por salvarme la vida, Armando, te debo una ahora. ―El aludido le asintió―. ¿Qué hacemos con él? ―Gabriel se acercó al policía desmayado.
   ―Dejarlo acá. Está loco. No pienso arriesgar al grupo con su locura.
   Gabriel lo meditó un segundo, parecía justo pero poco humano a la vez.
   ―No podemos dejarlo así como si nada ―dijo.
   Raúl se acercó a él y lo tomó del cuello de la remera. Acercó su rostro casi hasta besar a Gabriel.
   ―No pienso arriesgar a que este loco mate a alguno de mi grupo. Y si no te gusta, te podés quedar con él acá. Por si no recordás, casi te mata de no haber sido por Armando, quien nos salvó las papas.
   Gabriel asintió. El viejo tenía razón. Lo mejor era dejarlo y que se manejara como lo venía haciendo hasta ahora.
   ―Bien, carguemos las armas y salgamos de acá. ―Raúl se puso en el hombro un bolso con varias armas de diferentes tamaños y colores.
   Fuera, el cielo se nublaba. La camioneta parecía un juguete detenido en la vereda.
   ―Bueno, volvamos al hotel ―ordenó Raúl.
   Armando arrojó su bolsa con municiones en la caja de la camioneta y dio la vuelta al vehículo. Entró en el lado del acompañante. Luego, lo siguió Gabriel.
   Raúl terminó de atar al joven policía con una cuerda que halló cerca de las celdas y se apuró a subir a la camioneta. Miró a todos lados. Cuando algo le generaba desconfianza, no había modo de que cambiara de opinión.
   Encendió el motor y se dirigieron hacia el hotel. Ese sería el último día en la ciudad. Aceleró y disfrutaron del paisaje inerte que los rodeaba.
   La camioneta dobló a la derecha y tomó la avenida principal. Se detuvo al observar a una persona de pie en medio del carril, a unos cien metros de ellos.
   ―¿Qué hace allí? ―preguntó Armando.
   ―No lo sé, es una chica.
   La muchacha vio la camioneta y comenzó a agitar las manos en el aire.
   ―Nos está llamando ―dijo Gabriel.
   Raúl asintió. Comenzó a acercarse lentamente, llevó su mano hacia el rifle.
   ―Es una pendeja ―comentó Gabriel.
   ―Está muy buena ―acotó Armando.
   La chica era una morocha, flaca y alta, de una cintura de ficción pornográfica y pelo lacio largo. Corrió hacia ellos.
   Raúl pisó el freno y se bajó rápidamente.
   ―¡Deténgase allí! ―le gritó a la chica mientras le apuntaba con el rifle.
   ―Ayúdenme, estoy sola. Tengo miedo.
   Gabriel se bajó de su lado del coche. Comenzó a avanzar hacia la adolescente. Miró hacia arriba, a las ventanas de los edificios. Luego observó a la chica. Parecía no haber peligros a la vista, pero no debían confiarse del todo, menos él.
   Armando se acercó y la escrutó también para dar su veredicto.
   ―Llevémosla, Raúl. Creo que es verdad, es una piba que no llega a la mayoría de edad. Podemos vigilarla y ver cómo actúa.
   ―Está bien ―dijo Raúl mientras le señalaba a la chica que se acercara. No podía dejarla allí, ¿y si se equivocaba respecto a ella y la dejaba morir en ese lugar? Al menos en el hotel podrían hacerle muchas preguntas y ver si mordía el polvo.

   La chica se llamaba Aylén Monte. Llevaba días caminando hacia la ciudad en busca de personas. Su familia simplemente había desparecido sin dejar rastros.
   Raúl le preguntó si había visto algo raro en algún momento, cerca de la casa de ella, en el campo. La chica negó con un gesto de cabeza.
   ―Genial, hacia allá vamos, el campo es lo mejor.
   Gabriel iba atrás, el viento le acariciaba todo el rostro. Miró hacia la cabina y observó con atención a la adolescente. Sonrió, parecía una pequeña zorra, bien por ella. Volvió a mirar hacia atrás, la ciudad estaba muerta, era algo bonito.
   Algo en su cabeza lo ponía en alerta pero la ignoró, quería disfrutar del momento y no preocuparse por un rato.

6
   La Mujer de Negro se acercó al policía amarrado. Lo cacheteó para despertarlo de su sueño. Dos súbditos extraterrestres la flanqueaban a cada lado. Cuando el joven los vio comenzó a gritar desesperado. Lo habían encontrado, y por culpa de esas personas. Ellos eran cómplices de los invasores.
   ―Estuvieron aquí ―dijo la mujer sin apartar la vista del muchacho.
   El hombre vestido de policía se acercó a ella y le preguntó qué hacer con el muchacho.
   ―Llévenlo con los otros. No es muy especial para haberse quedado en la Tierra. Pero nos puede servir.
   Comenzó a caminar, notó que faltaban armas.
   ―Quieren pelear. Él quiere pelear.
   Sonrió. Si supieran que no tenían salida. Las armas no les servirían de nada, pero ahora deberían actuar con precaución o podrían asesinar a su objetivo. Y eso no sería nada bueno.
   La Mujer de Negro se acercó a la patrulla. Miró al horizonte y se dijo que todavía debían esperar. Esa era una gran virtud de su especie, la razón por la que no se extinguían.
   Todavía debía esperar la confirmación.

Continuará...

2 comentarios:

  1. Ya se siente el clima postapocalíptico. Te estás luciendo con esta historia. Vas bien encaminado.
    Saludos.

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  2. "La Mujer de Negro" es más mala que las arañas.
    Hoy, la calma que precede a la tempestad. Luego, ¿una lucha de titanes en el devenir de la historia? Quién sabe...
    Genial lo tuyo, Cristian.
    ¡Y gracias por la mención! Me sacó una sonrisa, je.
    Abrazo.

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