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sábado, 11 de febrero de 2012

El fin de los tiempos (Capítulo I)

I. DESPERTAR

1
   Despertó con un fuerte dolor de estómago. Estaba acostado en el suelo, su espalda sentía el agonizante abrazo del cemento frío. Gabriel miró al techo, apenas ingresaban unos débiles rayos de luz natural. Intentó ponerse de pie pero sus piernas no respondían. Se arrastró por el piso húmedo unos metros hasta llegar a una escalera de madera. Estaba en un sótano. En el sótano de su casa pero ¿cómo había llegado hasta allí? y ¿por qué se había quedado dormido en el suelo? No recordaba nada.
    Apoyó sus manos contra la pared y volvió a intentar ponerse de pie. Ahora se hallaba con un poco más de fuerzas, pero todavía sentía ese fuerte dolor en la panza. Hambre, le dijo su cerebro. Estaba muerto de hambre. Avanzó lentamente por las escaleras, escalón por escalón, con suma cautela, siempre aferrándose a la baranda con su mano izquierda y usando la pared de apoyo con la derecha. La puerta del sótano estaba cerrada. Una luz atravesaba la ranura que había entre la puerta y el suelo. Gabriel se encontraba desorientado. Llegar arriba, primero. Comer, segundo. Cagar, tercero. Averiguar qué pasó, último.
   En la cocina había un olor a podrido que casi lo obligó a vomitar. Gabriel abrió la heladera y se encontró con que todo estaba más que vencido, la carne y las verduras, lo poco que tenía para alimentarse durante sus días de vida. Presionó el interruptor de luz y no se sorprendió al descubrir que no funcionaba. Buscó en la alacena algo comestible y se conformó con una lata de paté. Algo era algo. Miró su reloj. Marcaba las cinco y media de la tarde, del diez de marzo de dos mil doce.
   ―Imposible, hoy es sábado tres.
   Pero el hambre, estaba cagado de hambre. Aun así era imposible sobrevivir siete días sin comida, aunque estuviese inconsciente o dormido.
   ―¿Qué mierda pasó acá? ―se preguntó.
   Recorrió el pasillo, atravesó la sala de estar y se asomó a la entrada. Abrió la puerta y miró afuera. La postal era por demás tranquila. Nadie caminaba por las calles, solo el viento se llevaba algunas porquerías livianas vaya a saber uno adónde. Habían coches detenidos en medio de la calle. Otros estaban sobre la vereda pero ningún uniformado haciendo la multa correspondiente.
   Gabriel se acercó al asfalto y miró en ambas direcciones. No había absolutamente nadie en el barrio. Las casas de los vecinos estaban con las puertas abiertas. Algunos juguetes de niños descansaban sobre el césped cuidado de los patios de los hogares. El cielo, despejado.
   El mundo estaba muerto. O tal vez era Gabriel quien lo estaba.
   De lo único que estaba seguro era que estaba solo en ese lugar.


2
   La noche amenazaba con caer sobre el horizonte y Gabriel todavía no había encontrado a nadie. De por sí, no se hablaba con ningún ser humano pero lo más normal era que se cruzara con alguno de vez en cuando mientras caminara. En su travesía al centro del pueblo no había escuchado ni siquiera a un mísero animal.
   ―¿Dónde carajo están todos? ―Miró al cielo―. ¿Acaso estoy muerto? Lo único que faltaba, toda mi eternidad en soledad. ¡Carajo!
   Entró al supermercado y se llevó algo de comida para pasar la noche, ya tendría tiempo de volver mañana. Dejó un billete sobre la caja registradora y salió de allí. Se llevó la mercadería en un carrito de compra, nadie le preguntaría qué hacía con eso por la calle.
   ―Siempre había querido hacer esto.
   Se subió al carrito y, con un pie, se dio impulso. Sonreía mientras el viento le acariciaba el rostro y peinaba el cabello. La noche casi estaba sobre él. Y no había rastros de luz artificial por ningún lado.
   ―Menos mal que me traigo unas velas ―se dijo.
   Cuando llegó a su casa, comenzó a buscar su celular por todos lados. No se le había ocurrido de entrada, era una persona que vivía en las nubes, como decía su madre.
   Lo encontró sobre su cama, apenas tenía batería. Llamó a Emergencias pero notó que no tenía servicio.
Arrojó el celular contra la pared y, por primera vez desde que había despertado, sintió miedo. Se acurrucó sobre su cama y se tapó hasta la cabeza. Cerró los ojos y oyó el silencio. Era absoluto, como la oscuridad que se cernía sobre el mundo. Gabriel se preguntó dónde estaba todo el mundo y, por sobre todas las cosas, por qué sólo estaba él allí.
   ―¿Qué tengo de especial?
   Se durmió. Soñó con su familia, que vivía al otro lado de la ciudad, sus padres y su hermano menor. Ellos lo llamaban, le decían que fueran con él hacia el nuevo mundo. El mundo donde nunca morirían.

3
   Un estruendo lo arrancó de sus sueños.
   Gabriel se incorporó sobre su cama y buscó a tientas una vela, la encendió con un encendedor y pensó que la próxima vez sería más inteligente y traería linternas en lugar de esas porquerías.
   ―¿Quién anda ahí? ―preguntó a la oscuridad con un leve susurro, asustado. No obtuvo respuesta.
   Esperó un minuto, dos minutos. Otro ruido. Provenía de la sala de estar. Gabriel bajó de la cama y se dirigió hasta la sala con cautela. Apagó la vela. Caminó a tientas hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad.
   Divisó en la sala una enorme silueta caminando de aquí para allá, como si buscara algo, o a alguien.
   A mí, pensó Gabriel, esa cosa enorme me busca a mí.
   La silueta avanzó hasta la entrada y Gabriel respiró aliviado. La cosa se detuvo en la puerta y una luz se encendió en lo que parecían ser sus ojos. Lo iluminó al anfitrión de la casa y emitió un fuerte rugido.
   Gabriel estaba cegado por la intensa luz pero supo que corría peligro. Corrió hasta la cocina como pudo, chocándose contra la pared, y buscó en la mesada algún cuchillo. Lo que había en su casa era algo de otro mundo, y parecía enojado.
   Agarró un cuchillo por el mango al tiempo que la cosa se asomó a la puerta y lo enfocaba con sus fuertes haces de luz. El extraño avanzó lentamente hacia el dueño de casa con sus extremidades extendidas. Los focos de luz eran con certeza sus ojos, confirmó Gabriel mientras se aferraba al cuchillo.
   La cosa medía más de dos metros, posó sus extremidades, que hacían las partes de brazos, sobre los hombros de Gabriel y este emitió un grito de miedo. La cosa pareció sonreír debajo de su horrible rostro apenas visible. No vio que el humano llevaba con todas sus fuerzas un cuchillo hacia su extraño cuello.
   El sonido que se oyó cuando el utensilio para cortar buena carne asada rasgó la piel de la bestia le provocaría a Gabriel noches interminables de pesadillas. La cosa cayó inerte al suelo y el muchacho volvió a gritar, limpiándose la sangre de su cara.
   ―¿Qué mierda son? ―preguntó confundido mientras el invasor se sacudía por las convulsiones provocadas en el suelo.
   ―Son extraterrestres ―respondió una voz femenina sumergida en la oscuridad―. Y vos sos un homicida cósmico.
   Gabriel se desmayó. Demasiado para un día poco común.

4
   Los ojos celestes que lo miraban eran los mas hermosos que jamas había visto en su vida. Gabriel pestañeó al tiempo que intentaba volver a la realidad una vez más.
   ―Veo que sos un poco sensible ―dijo la morocha de ojos hermosos mientras se acercaba a la heladera.
   ―Y yo veo que sos una belleza ―devolvió Gabriel―. No vas a encontrar nada ahí dentro, está todo podrido.
   ―Sí, lo sé. El tiempo pasa. Y la comida se agota.
   Gabriel le miraba el culo mientras ella se agachaba y buscaba entre las cosas podridas. Eso sí era una manzana que daban ganas de morderla. Comida para una semana.
   ―Cuando quieras podés dejar de mirarme el culo ―dijo ella sin darse vuelta.
   ―Para qué, es hermoso y merece ser contemplado por los próximos cien años.
   ―Qué poeta. Te habrá ido muy bien con las chicas en tu vida.
   ―No soy un Brad Pitt pero me doy maña.
   Gabriel se levantó del suelo y vio el cadáver de la cosa que mató, evaporándose.
   ―Son feos ―observó.
   ―Son peor que eso, son esclavizadores.
   ―Como sabés todo eso, eh...
   ―Natalia Romero.
   ―Gabriel Agüero. Un gusto. ¿Cómo me encontraste?
   ―Por tus gritos. Además, vi la luz de la bestia cuando bajó de su nave. Y la puerta de tu casa estaba abierta.
   Gabriel miró el cuerpo de la cosa. Medía aproximadamente dos metros, y un poco más. Eran enormes.
   ―Están arriba, en el cielo ―dijo ella, creyendo que respondía a alguna pregunta en la cabeza de Gabriel.
   ―¿Dónde está el resto de las personas?
   ―Con ellos, en las naves.
   ―¿Cómo sabés todo esto?
   ―Porque yo me escapé de ellos, de sus naves. Y, por lo que veo, a vos te pasó algo similar.
   Gabriel intentó hacer memoria pero no se le venía nada a la cabeza. No lograba recordar nada. Solo que el día en un momento dado se hizo de noche repentinamente, como si un...
   ―Eclipse, es lo último que recuerdo.
   ―Exacto ―dijo Natalia―. Fue en ese momento cuando ellos llegaron a nuestra ciudad y comenzaron a llevarse a todos hacia esas cosas gigantes en el cielo. Yo no recuerdo todo con total nitidez pero lo suficiente para saber que se los puede derrotar. Son idiotas. Mirate, vos también te escapaste y mataste a uno de ellos. Son débiles, o como nosotros. Si nos ponemos de acuerdo los podremos matar.
   ―Si nos ponemos de acuerdo podemos garchar ―dijo Gabriel, un poco enojado un poco asustado.
   ―¿Qué? Ni en pedo pienso garchar con vos.
   ―Y yo ni en pedo pienso luchar contra esas cosas.
   ―¿Y las personas que amás? ¿Vas a dejar que se los lleven así como si nada?
   ―Soy cobarde, además no me llevo bien con mis padres y mi hermano ni me quiere ver, vive en su mundo. Por alguna razón me tomé el palo hace tiempo de casa, ¿no te parece?
   Natalia lo miró con reproche.
   ―Sí, lo veo. Igualmente, mataste a uno de ellos. Te van a buscar y no van a descansar hasta atraparte y matarte ―le dijo ella mientras se acercaba a él―. Además, si me ayudás podrás garchar conmigo todo lo que quieras.
   ―Me convenció lo último. ―Gabriel sonrió―. Será como jugar a la Play.
   Ella se acercó aún más y le dio un beso en los labios.
  ―Excelente. Esto podría ser divertido.
   ―Bien ―dijo Gaby―. Podríamos comenzar la aventura con el sexo.
   Natalia le agarró de las bolas y se las presionó con fuerza. Acercó su boca al oído del muchacho y le susurró:
   ―Garcharemos cuando yo lo diga.
   ―Est-está bien. Igual hoy no tenía ganas. ¿Podrías dejar respirar a mi pito ahora?

5
   El día comenzaba, domingo once de marzo. Gabriel despertó con un fuerte dolor de espaldas. La muy zorra lo había obligado a dormir en el sofá mientras ella descansaría en la cómoda cama de él. Fue a la cocina y abrió un paquete de galletitas. Estaba muerto de hambre, otra vez. Sintió bajo sus pies un fuerte terremoto. Una taza cayó al suelo arrastrada por los temblores.
   Gabriel miró a través de la ventana. En el cielo una enorme máquina se acercaba lentamente al suelo, parecía que iba a aterrizar sobre las casas de los vecinos de enfrente. Era gigante, monumental. Los temblores eran aún mayores.
   ―¡Vamos! ―gritó Natalia mientras lo tomaba del brazo derecho―. ¡Saben donde estamos!
   Gabriel estaba paralizado. De la enorme nave se proyectaban decenas de haces de luz materializando a iguales cantidades de bestias. Miró al suelo donde anoche yacía el cadáver de su víctima y vio que no había nada. Ya se había esfumado por completo. Las cosas avanzaban hacia su casa. Llevaban una clase de armas parecidas a una ametralladora, pero extraterrestre, y más grande. Todos rugieron al mismo tiempo y levantaron su armamento. Apuntaban hacia ellos, y Gabriel no podía moverse. Estaban atrapados.


Continuará...

1 comentario:

  1. Nononononono, zarpado. De esto creo que te hablé la última vez ¿no?. O algo parecido, al menos. Creo que se viene algo monumental. No lo termines pensando que te vas por las nubes, seguila hasta que la historia te diga basta.
    Metele con la parte dos :)

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