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sábado, 10 de diciembre de 2011

La Sombra

   Pensar en el mero hecho de que pronto debería bajar del autobús y caminar la calle otra noche más le generaba un estremecimiento que le recorría todo el cuerpo, avanzando por las autopistas de los nervios hasta chocar contra el miedo a lo conocido.
   No era sencillo para él enfrentar nuevamente sus temores, cada noche que debía recorrer por la calle a medianoche, estos se hacían más intensos, más fuertes, más reales. Es difícil, de eso no hay dudas. Es difícil volver al hogar.

   El autobús estaba por llegar a la última parada del recorrido. Allí bajaría el último viajero. El chófer lo observaba a través de los espejos atornillados frente a él. Veía a un chico preocupado, mirando el paisaje nocturno por la ventanilla. Él parecía temblar y no por las vibraciones del vehículo. De verdad, lo notaba asustado. El conductor veía más allá del pasajero, como si fuese transparente, o eso creía ver. Ese muchacho le daba pavor, de eso estaba seguro, pero ya estaba por bajar de la unidad que conducía, en su última vuelta de la noche fría de un inminente invierno crudo.
   El chico se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta trasera. Tocó el timbre solicitando la próxima parada. Era el último pasajero de un recorrido intenso, como si las once de la noche fuese una hora pico.
   El autobús rojo se detuvo en la parada y el muchacho bajó sin mirar a los lados. El chófer renovó su marcha, dichoso de dejar atrás al pasajero que tanto miedo le generaba. Debe ser un delincuente, pensó una que otra vez mientras lo observaba. Pero nunca le había hecho nada que confirmara su teoría en todos los meses que llevaba en el servicio nocturno. No sabía, ni le interesaba saber, de dónde provenía el chico. Era blanco como una manta de nieve en Bariloche en plena nevada. Las oscuras ojeras bajo sus ojos insinuaban que el muchacho jamás descansaba. Su cuerpo flaco y huesudo decía a gritos que no comía demasiado. Y jamás se había atrevido a hablarle. Y el pasajero jamás le había hablado, y esta noche no sería la excepción. Sólo se dedicaba a marcar el boleto del muchacho y este seguía su camino para sentarse en el último asiento del coche, perdido en sus pensamientos.


   Se detuvo en la bocacalle del camino que lo llevaba a su hogar, un lugar que uno anhela pero que jamás podría tocar; solo eran doscientos metros antes de que su hogar lo encuentre. A lo lejos se oía el ruido del motor del autobús acelerando hacia su destino. Miró hacia los lados y luego a las luces de un desgastado alumbrado público que pedía a gritos una revisión del mantenimiento de la municipalidad. La luz era anaranjada, las ramas de los árboles que se movían con el viento proyectaban en la calle unas sombras con vida propia. Allí está el camino a casa, pensó el muchacho temblando de pies a cabeza, agotado como todos los días. Vivir no es fácil para alguien que no sabe cómo hacerlo.
   Comenzó a caminar. Al mismo tiempo el viento comenzó a arreciar. Soplaba empujando a George a avanzar, ayudándolo a llegar a su destino. Esquivar las sombras para no caer en el agujero, pensó triste. Esa era la técnica que valía puntos para seguir allí, en el mundo real. Las sombras de las ramas parecían enormes garras de seres de ultratumbas con poderes inimaginables, más allá de la comprensión humana. La sombra de George se movía imitando sus movimientos en el suelo de tierra y en el pastizal. En la zanja se quebraba y se alargaba hasta tocar el alambrado. Su contorno vibraba cuando se desplazaba sobre la vegetación. El ángulo respecto al cuerpo aumentaba tendiendo a ciento ochenta al tiempo que moría en el resplandor naranja del siguiente artefacto de luminaria. Una sombra tan oscura como el infinito de los abismos brotó del suelo y se desplazó hacia donde se hallaba George.

   La lucha que se llevaba a cabo en el suelo de la calle parecía apocalíptica. La Sombra se movía sigilosamente, George sabía que lo seguía y el miedo volvió a invadirlo como todas las noches. Debo seguir adelante, es mi responsabilidad, pensó al tiempo que una lágrima emergía de sus ojos. El ciclo diario estaba concluyendo y él lo sabía. Siempre lo supo, desde el momento en que se había subido al autobús hasta el final de su viaje. Él, al fin y al cabo, no era más que una sombra proyectada en la vida.
   ―No quiero volver ―le dijo George a La Sombra que comenzaba a cubrirle los pies. Parecía tener vida propia, parecía sumergirse en él y no lo dejaba avanzar más―. Quiero estar aquí.
   La sombra que proyectaba su cuerpo en el suelo se desvanecía al tiempo que La Sombra lo cubría con su interminable oscuridad. Nada hay allí dentro, donde no existen los sueños y la vida está agotada, pensó mientras el mundo se difuminaba ante sus ojos. La vida da oportunidades, la vida es la luz de nuestra existencia pero nosotros somos la sombra de la muerte, somos la sombra de la vida. George desapareció una vez más en la calle que lo llevaba a su hogar, un lugar al que jamás podría tocar porque no fue capaz de lograr una existencia tangible en el mundo, una vez más otra oportunidad perdida. Todos sus pensamientos desaparecieron en el mundo de la vida agotada, cansada. En el mundo de la espera. En el mundo de la luz sin sombras.


Escrito en invierno 2011 en La Plata.

2 comentarios:

  1. Un relato bien Cristian Barbaro. De atmósfera densa y siniestra. Poesía pura. Siga, Castle, y no pare.

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  2. Muy bueno, Cristian...
    Esa mezcla fantasía/realidad redactada de manera tal que nunca sabemos si el protagonista pertenece a una u otra, queda genial, y le da un toque lúgubre que me encanta...
    ¡¡ Felicitaciones !! ... Excelente...

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