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jueves, 9 de junio de 2011

El ángel de la realidad (Parte 1 de 2)





PARTE UNO

1
Es difícil comenzar a contar una historia específica sabiendo que toda la vida, todos los sucesos que la componen, están relacionados de uno u otro modo. Igualmente, intentaré mantener la línea argumental que me obliga a confesarme ante este ordenador (o computadora, como más les guste).
   Los sucesos últimos ocurrieron a una velocidad increíble, casi parecía todo parte de un sueño, parte de una fantasía que nadie imaginó. Pero sucedieron, aunque hay hechos con poca credibilidad en este texto. Ahora más que nunca, creo.
   Primero, nunca imaginé que mataría a una persona. Sabía que había alguna probabilidad ya que trabajaba en un ambiente en el cual la violencia era moneda corriente, pero yo creía que lo malo les sucedía a otros, como cuando un televidente mira una noticia en el noticiero sobre un asesinato o un robo y se dice a sí mismo que eso a ellos nunca les sucederá; creo que es un pensamiento un poco egoísta que utilizamos para protegernos de la realidad que nos rodea. La realidad que es cruel con los soñadores.
   Al final, sólo quedan las palabras, el último vestigio de la realidad del pasado.
   Viví una vida llena de peligros, viví mi vida en muchas noche de suma violencia (situación que eludíamos muy bien), corrupción y mentiras, una sucia red de mentiras.

Me es muy difícil comenzar ya que duele bastante recorrer el camino de la memoria, más si la misma permanece fresca. Soy una persona con un sentido del humor peculiar, una virtud algo molesta a veces; son pocas las personas que cuentan un chiste en un funeral. Pero yo no puedo evitarlo.
   Antes de que sucedieran lo que a continuación les contaré —un poco de suspenso para que se acomoden en sus asientos con un  cubo de palomitas de maíz (¡qué bien me sale el neutro, a veces!)— les confieso que era una persona muy escéptico, apenas creía en el poder antiinflamatorio de una aspirina. Pero la vida tiene esas vueltas que son capaces de cambiar nuestra manera de ver el mundo en un instante de sucesos vertiginosos. A mí me sucedió. No creo en fantasmas —aún no los vi, creo— pero  también creo («creer», lamento que lean éste verbo tan seguido pero ¿qué sería de mí si no creyera?, ¿qué sería de todos nosotros si no creyéramos?) en la vida más allá de la vida, creo en los muertos. Creo en la realidad en la que viven. Creo que hay más de una realidad y que puede ser muy peligroso romper el frágil escudo que las separa.
    En fin, todo en la vida es peligroso. Como dijo Alejandro Sanz en una de sus canciones: «Lo más peligroso de la vida es vivir.» (No me gusta Alejandro Sanz).
   Yo intenté vivir, a mi modo, pero lo intenté.


2
Las noches de los viernes y sábados eran noches que rebosaban de trabajo, mi trabajo. Yo era el chófer —conducía una vieja pero poderosa (y refaccionada) Ford F100— de Pablo Cordera, mi jefe, por decirlo de alguna manera. Con él recorríamos clubes de apuestas, prostíbulos, boliches y alguna que otra residencia particular. Nos encargábamos de «El Reparto», pero no de pizzas ni de empanadas ni de sexo a domicilio (aunque hubiese sido una historia interesante éste último). Repartíamos droga por toda la periferia de la ciudad alevosamente y sin preocupaciones; aún hoy me sorprendo de la facilidad que teníamos de movernos de aquí para allá sin ser arrestados ni una sola vez. Era obvio que la policía estaba al tanto de nuestros movimientos que no intervenían en nuestros asuntos si nosotros —toda la Organización en general— no interveníamos en sus asuntos. Trabajábamos para Valdés, El Capo de la ciudad y de sus alrededores. Se decía que el viejo estaba repleto de dinero, que sus negocios eran tan oscuros como una noche sin estrellas ni luna, dicho de un modo menos poético: «Como el agujero del culo de una puta antes del polvo.»
   Yo sabía para quién trabajaba y los peligros que corría al hacerlo —siempre hay competencia; no importa el negocio, siempre están «Los Otros»— pero el dinero que recibía a cambio por las entregas era tan elevado que poco me importaba correr un poco de riesgo. Quería dinero para vivir una vida repleta de placeres, pero a cambio debía arriesgar mi propia vida, una idea proveniente únicamente de una mente de veintidós años. Me cuesta comprender cómo llegué a trabajar como repartidor de cocaína y marihuana para tiendas no apta para toda la familia.
   Cabe aclarar que Pablo y yo nunca tocamos un gramo de la maldita droga ni un centavo del maldito dinero de Valdés, caso contrario hoy no estaría contándoles la historia, como si estuviera en un maldito jardín. Además, sabíamos que estábamos vigilados de vez en cuando. Valdés era muy cauto con los negocios y, por ende, era muy cauto con sus empleados. Tenía a su gente desperdigada por toda la ciudad. Se podía decir sin el mínimo error que Valdés era toda la puta ciudad. La policía, las calles, los comerciantes, y me juego la cabeza (¡y miren que es enorme!) que hasta el intendente de la ciudad y uno que otro político era parte de Valdés, o recibía una gran remuneración por mantenerse al margen de sus negocios. Así se mueve el mundo, muchachos, a base de corrupción, deshonra, unidos por la codicia y el dinero, el poder y el placer que generan los mismos.
   A mí poco me importaba todo esto, siempre y cuando obtuviera mi paga, algo que siempre se me entregaba puntual; puntual como la menstruación en una mujer, y siempre tenía mi tampón preparado para el desastre.
   Todo era felicidad y armonía para Valdés y, por supuesto, para nosotros, sus hombres. Pero en un momento dado algo falló. Y ese «algo» acabó con el Reinado de la Felicidad de Valdés y su Organización de Corrupción en una ciudad alevosa.

3
Yo no conocía a Valdés en persona pero sí sabía que era un hombre con carácter muy fuerte y que no aceptaba errores. Él se comunicaba con nosotros a través de sus hombres, y todo lo relacionado con él: dinero, mercancía, etc. Cuando se hubo enterado de que alguien había matado a uno de sus hombres antes de la medianoche se puso como loco. No permitiría que alguien se saliera con la suya. Sus hombres nos ordenaron que fuésemos precavidos cuando nos detuviéramos, nos dijeron que «El Jefe», así lo llamaban ellos, se estaba encargando de que la policía pusiera cartas en el asunto; todo funcionaba a una velocidad increíble, sin burocracia ni trabas políticas —si el mundo honesto, decente, fuese como el mafioso todos seríamos felices—. Nos dijeron además que no tuviéramos miedo, tal vez todo podía haber sido un simple caso de robo al azar. Pero mentían, y yo lo notaba en sus ojos. Si Valdés recurría a la policía era porque algo andaba muy mal. Pero en su momento, mi mente juvenil le restó importancia al pensamiento.
   —Qué mierda —me dijo Pablo Cordera una vez los mensajeros de Valdés se hubieron ido—. Ahora tenemos que andar con cuidado. Para mí que es Escobar, el tipo que quiso derrotar a Valdés y desterrarlo de la ciudad hace mucho. Pero es extraño, porque hace años que Escobar no interviene en esta ciudad.
   Yo asentí, no tenía nada para decir. A pesar de que llevaba dos años trabajando junto a Pablo Cordera, había cosas que nunca me había dicho, y yo tampoco le interrogaba demasiado, creo que por ésa razón aún trabajaba junto a él y dentro de la Organización.
   —Bien, esta noche vamos a «El Gato Manso» —anunció Pablo. Entonces puse la camioneta en marcha y nos dirigimos a las afueras de la ciudad, hacia donde se encontraba el ya mencionado. Pablo tomó el celular y llamó a su cliente para anunciarle nuestra llegada. Luego, dejó el celular en el salpicadero, como siempre, gracias a Dios.
   «El Gato Manso» (un nombre muy gracioso pero muy acertado para un prostíbulo) se encontraba en el barrio La Esperanza (un nombre bello aunque errado para un lugar que no tenía esperanza de crecer, de avanzar, como contrapunto del prostíbulo). Luego de quince minutos de carretera viré a la derecha y recorrí un kilometro de calle de tierra, echando polvos a medida que recorría la calle —para entrar en contexto—. Aparqué la camioneta en el aparcamiento del prostíbulo, que era un baldío a la derecha del «comercio» sexual. Detuve el motor y, como siempre había hecho, esperé a que Pablo hiciera su trabajo: bajar de la camioneta, tomar la mercancía de la cúpula y dirigirse al local a realizar la transacción comercial. Luego volvería y nos iríamos felices a casa cada uno. Sólo que esa noche nunca volvió. O, mejor dicho, nunca llegó a la camioneta.

Yo no lo vi acercarse a él, o eso me hizo creer. Pablo Cordera no logró desenfundar su pistola.
   Pablo volvía del local por el sendero que doblaba hacia el baldío. Yo lo vi acercarse hacia el lado del acompañante de la camioneta y lo vi detenerse abruptamente al tiempo que su rostro adoptaba una expresión de horror y sorpresa. Lo vi desplomarse hacia delante como un saco de huesos, aunque era menudo, y vi a una mujer que estaba a sus espaldas con un gran cuchillo de cocinero en manos, bañado en sangre. Sus ojos emitían un destello que me llenó de terror. Era como si hubiese unas pequeñas lamparitas, como las de una linterna, haciendo sus últimos esfuerzos por iluminar la oscuridad, con las baterías agotadas. Pero ese destello estaba lleno de vida y maldad. Me miraba fijamente y por un momento sentía que algo me empujaba, una fuerza en mi cabeza, a acercarme a ella. Me sentía como si estuviera hipnotizado. Pero sonó un teléfono celular, el de Pablo, que estaba en el salpicadero y eso rompió mi vínculo especial con los ojos de la mujer. Quise gritar pero no podía sucumbir al pánico. Encendí la camioneta y maniobré hasta quedar frente a la mujer e iluminarla, ella en ningún momento se había movido de al lado del cuerpo de mi compañero. Era muy bella, morena, flaca y alta. Su mirada reflejaba locura, o un trance muy poderoso. Su postura era de lo más extraño: su cabeza estaba levemente inclinada hacia abajo, los brazos colgaban inertes y los hombros estaban caídos, además estaba demasiado encorvada hacia delante, como si le pesara la cabeza o estuviera cansada o tuviera sueño o, esto fue lo peor, estuviera dormida, con su mente viviendo otra realidad mientras su cuerpo vivía la mía. Aceleré y pasé a su lado. Por un momento sentí como si ella me hablara en mi cabeza, era como un susurro de alguien que está cansado de vivir. «Justicia», oí.

4
Dejé pasar unos segundos, el celular seguía sonando, lo tomé con mis manos temblorosas y atendí. Era un tal Lucas Ferrero, uno de los mensajeros de Valdés. Quería hablar con Cordera. Le relaté lo sucedido, pero no parecía sorprendido.
   —Escúchame, Carlos —me dijo—. Quiero que te dirijas a La Base en la Calle Principal. Queremos que nos detalles qué sucedió con mayor claridad y tranquilidad. Tu compañero y Ramírez, el muchacho que asesinaron antes de la medianoche, no son los únicos que han asesinado esta noche. Creo que estamos en graves problemas.
   No sabía qué decirle. El hombre que me había dado trabajo y todo lo que tenía acababa de morir. El hombre que había sido mi amigo y me había rescatado de una vida de delincuencia que, seguro, me habría llevado a una muerte casi inevitable estaba rebanado al lado de un prostíbulo de mala muerte. Lo único que anhelaba en ese momento era huir y llorar un poco a mi amigo, a mi compañero. Uno que se descuidó un poco, uno a quien no acompañé a realizar su transacción y tal vez lo hubiera salvado (o hubiera muerto junto a él), uno que se olvidó de cuidar su espalda en una realidad que es cruel con los soñadores. Corté la llamada y pensé un momento. Me detuve a un lado del camino de tierra y perdí mi mirada en la noche fría, en las estrellas que adornaban un cielo azul frío. No tenía mucho en qué pensar, yo había elegido esa vida y ahora pagaría las consecuencias. No quería ir a La Base, quería ir junto a Laura y dormirme el resto de la noche pero se lo debía a Pablo. Aunque quería dormir con el amor de mi vida.
   Sin embargo, me dirigí a La Base en la Calle Principal de la ciudad. Debía tener cuidado de que no me siguieran. No me lo dijo el mensajero pero yo lo sabía de antemano, por algo era un chófer de reparto de drogas.

A veces me arrepiento —con mayor intensidad que esa noche— de haberme involucrado en todo este maldito problema. Más fácil hubiera sido hacer oídos sordos y la vista gorda, como hacían los ciudadanos nobles y honestos de la ciudad. Todo el mundo sabía, estaba al tanto, de la existencia de Valdés y sus negocios. Pero nadie se entrometía. Al fin y al cabo a ellos no los tocaría porque pertenecían a otra realidad, una menos cruel con los despiertos. No justifico las acciones de Valdés pero debo admitir que él no se metía con la gente trabajadora y  honesta. Era una especie de Robin Hood moderno, sólo que lo que robaba no se los daba a los pobres, lo depositaba en cuentas europeas.
   Miré el celular de Pablo y me dije que algún día me compraría uno, son muy útiles cuando estás a segundos de morir y para truncar a la muerte, al menos por un rato.

5
Llegué veinte minutos después de la llamada, por cierto muy oportuna, del mensajero de Valdés. Era alrededor de las tres de la madrugada y en la calle había unas cuatro o cinco camionetas lujosas, no entendía por qué yo no conducía una de esas camionetas de marca exóticas, novedades de la última era. Aparqué la camioneta a un lado de la calle y me apeé de la misma. Me dirigí adonde estaba Lucas Ferrero, uno de nuestros contactos directos y le saludé como viejos amigos en una fiesta donde no había fernet ni cerveza, sólo la certeza de que algo no andaba bien.
   —Lamento lo de Pablo —me dijo, y luego me estrechó la mano. En sus ojos vi que lamentaba de verdad lo sucedido—. Valdés quiere realizar una reunión esta noche. En un principio dijo que no era de gran importancia lo que le sucedió a Ramírez  hace cuatro horas pero todo cambió. Hemos tenido once bajas desde entonces. Alguien tiene gente que nos están atacando a diestro y siniestro, y el jefe está como loco.
   —Lo entiendo. Pero es extraño, a mi compañero lo asesinó una mujer.
   —Nuestros testigos alegaron lo mismo, y eso es lo más preocupante de todo. Nos deja desconcertado —me dijo Ferrero con una mirada pensativa.
   Si lo pensaba, era cierto, era desconcertante: ningún enemigo de Valdés trabajaba con mujeres, era insensato y, además, ellas no son una gran ventaja en estos negocios, necesitamos fuerzas y destreza y ellas no son convenientes.
   Le comenté a Ferrero lo del brillo en los ojos de la mujer asesina y que me había sentido ligeramente hipnotizado por ese destello sobrenatural. Pensé que me dirigiría una mirada de sorpresa o incredulidad pero sólo se dedicó a asentir con un gesto de cabeza, comprensivo. Eso no me gustaba nada. Veía en los ojos de Lucas Ferrero el miedo asomarse. No me dijo nada más. Pronto conocería el resto, al mismo tiempo que conocería a Valdés. Qué gran noche, mis amigos, qué gran noche para comenzar a vivir. Y el frío era cruel, mucho más que los enemigos de Valdés.

Si hubiese sido un ciudadano normal, de esos que no roban u oscurecen sus negocios inescrupulosamente, habría estado durmiendo en una cama matrimonial junto a Laura.
  
6
Releyendo estas páginas llegué a la conclusión de que sólo nombre a mi mujer (no esposa, aunque a veces confunda ambos términos) dos veces en todo el relato. A Laura Casco. Ella creía que yo trabajaba para una empresa de seguridad en un hotel de la ciudad. Nunca le había contado mi verdad, mi realidad, prefería que creyera en la otra realidad, ésa que puede verse.  La había conocido hacía un año y poco más y estaba muy enamorado (lamento que tenga que desviarme un poco del argumento principal pero para mí es muy importante recordarla en estas páginas, además es importante para la historia, lamentablemente ella quedaría involucrada en este puto desastre). Laura era una chica única, desde el momento en que aceptó entregarme su culo me quedé fascinado. Nunca la dejé ir. Lamentaba que no tuviera mucho tiempo para visitarla pero trataba de estar al tanto de su vida, le regalaba flores, ropa —las mujeres enloquecen cuando se les regala prendas de vestir, o flores, nunca las entendí— y bombones de chocolate de Havanna —un gran mérito por mi parte que debía nombrar—. El amor me había encontrado y, durante todo el periodo de amor y sexo desenfrenado a las tres de la tarde, me debatía entre continuar mi trabajo o vivir mi vida junto a ella. Pero el dinero era bastante por poco trabajo y a mí me gustaba tener a mi novia en condiciones de reina. Ella no sospechaba nada, creo. Nunca lo supe y, creo, nunca lo sabré. Aún soy muy cobarde para vivir la vida sin arriesgar a la muerte.

Había pensado en ella en un pensamiento fugaz, mientras seguía a la caravana de coches lujosos hacia la base temporal de Valdés —pocos conocían la guarida permanente del jefe aunque algo sospechaba; siempre hay datos «sueltos» por todos lados y diálogos—. Luego, mis pensamientos se habían inclinado hacia el lado de la violencia. No era normal que estuviera sucediendo ésto, parecía un plan concebido hacía tiempo; además, debieron de vigilarnos antes de esta noche. Sabían dónde atacar y estaban sincronizados. Y había aún más. ¿Por qué una mujer y no un hombre? ¿Por qué matar a mi compañero con un simple cuchillo de carnicero en lugar de con una pistola y a una distancia prudente, donde ella no arriesgara su vida? No era normal, el asesinato de mi compañero no era normal y por un momento creí que su muerte nada tenía que ver con lo sucedido sino que había sido un crimen pasional, una loca  despechada que buscaba «justicia» con sus propias manos. Pero volví a la realidad, lamentablemente no había sido un crimen pasional y lo sabía muy bien.

Anduvimos recorriendo la ciudad por diez minutos. Vi en algunos muros mensajes dirigidos a Valdés: «ESTA NOCHE HABRÁ JUSTICIA, VALDÉS», escrito en una caligrafía envidiable, como la de una mujer. Ése mensaje lo vi escrito en muchos sitios distintos. Era un mensaje para que me hiciera a un lado, pero no logro comprender por qué no lo hice cuando pude. No lo entiendo.

7
—Bueno, debemos tomar medidas extremas, cautas. —Se levantó de su enorme trono y comenzó a caminar de un lado al otro. Valdés era un hombre alto, de pelo totalmente blanco y de pocas arrugas. No parecía tener más de cuarenta años aunque en realidad tenía más de cincuenta. Hablaba en voz alta y firme. Sin dudar ni enredarse en sus palabras en ningún momento. Parecía un profesor de secundaria (que sí terminé a su debido tiempo) y lo admiré. No sé por qué lo hice pero lo admiré. Llevaba unas gafas negras, así que no podía mirarlo directo a los ojos. Había una treintena de hombres frente al trono oyendo sus palabras con suma solemnidad, fuera había una extrema vigilancia, mucho más que la pudiera tener el presidente de la nación—. Alguien ha interferido en nuestros negocios y matado a once compañeros. Creo que sé quién es la culpable de todo esto. —No me gustó nada cuando dijo «la culpable», refiriéndose a una mujer, las mujeres son lo peor que puede haber a la hora de planear, tienen una inteligencia superior a la del hombre; aunque tengamos dos cabezas, sólo pensamos con una—. Se llama Estela Barrionuevo, tengo a varios hombres buscándola por las calles. Creemos que ha creado una organización femenina para atacarnos. Todas han sido mujeres, las que nos atacaron. Eso nos deja un poco desconcertados. Por eso, esta noche nos dedicaremos a buscar a esta mujer. —Un hombre nos comenzó a mostrar la foto, que era extraída de algún documento federal, casi con seguridad, debido al fondo azul y a la mirada de consentimiento de la mujer en la imagen. La mujer era una rubia de ojos muy claros, casi hipnotizantes y tez blanca. Era joven, al menos en la foto, y sentí una ligera erección, no creo que haya sido el único. Allí, en esos ojos azules claro había un gran secreto oculto, y quería averiguarlo.
   »Les recomiendo que tengan cuidado si ven a alguna mujer en la calle. Las muertes de nuestros compañeros, según me han contado, han sido macabras y sin escrúpulos. No han utilizado ningún arma que funcione con pólvora, han utilizado cuchillos y hasta un bate de beisbol. Y aún así no le generamos ninguna baja. Me siento dolido por las pérdidas. Debemos hacerlo por los caídos.
   A su discurso le siguió un silencio a absoluto. Yo me sentí con la necesidad de hacer una pregunta, necesitaba zanjar todas las ideas en un único bloque para entender la situación a la perfección, siempre fui así; así que hice acopio de mi valor y formulé la pregunta:
   —¿Por qué nos ataca?
   Valdés me miró por un momento y luego sonrió. A pesar de que no lo conocía en persona él parecía conocerme muy bien a mí. Esa sonrisa lo decía todo. No me dio miedo, sólo más curiosidad.
   —Ella es la hermana de Benito Barrionuevo, un muchacho que nos trajo inconvenientes hace varios meses y tuvimos que eliminarlo. De algún modo ella llegó a descubrir que nosotros hemos matado a su hermano y ahora está haciendo su justicia. Seguro que vieron las pintadas en los muros de la calle, ella quiere asustarnos pero nosotros llevamos una ventaja de dos décadas de organización y diez millones de balas de destrucción. En ningún momento me imaginé que algún familiar de Barrionuevo podría traernos inconvenientes pero me equivoqué, y lo lamento por los caídos.
   Hablaba con nobleza y me miraba a mí, a pesar de las gafas, sabía que me miraba, y mi admiración aumentaba en cada palabra suya —aunque sabía que había mentido en la parte de «familiar de Barrionuevo igual a no problemas»—.

Cuando hubo terminado la reunión, dos hombres —ninguno era Lucas Ferrero— me pidieron que les enseñase mi pistola, la revisaron y me la devolvieron con una caja de munición extra. Unos hombres me dijeron que fuese a mi casa, que no todos harían el trabajo por la noche, que la policía haría su parte en el asunto y que durante el día me encargaría de buscar. Yo me negué en un principio pero al final acepté la oferta. Estaba muy cansado y mi compañero había muerto. Un trato diferencial que se daba muy bien en la Organización. Aquí no era todo como en las películas, que estaba llena de traición y ambición, aquí nos ayudábamos los unos a los otros. Nos regíamos por códigos y me gustaba que así fuese.
   Me entregaron un teléfono celular, como si leyeran mi mente que había grabado en su lista de compras uno de esos aparatos, y me fui a casa para dormir junto a Laura; ya eran las cuatro y media, a esa hora siempre estaba volviendo de mi trabajo, así que no tendría inconvenientes con Laura por el horario. Siempre que llegaba a casa la encontraba despierta. Qué mujer tan loca era.

En esa época amanecía a las siete y media y un poco más tarde. Todo acabaría antes de que saliera el sol. El reino de Valdés tocaría a su fin antes de que sol tocase a su principio.



Continuará...

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