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miércoles, 20 de junio de 2012

El fin de los tiempos (Capítulo X)


   Antes de comenzar digo que este es el último capítulo que escribo. Debido al poco tiempo que le he dedicado decidí darle un punto y aparte para dedicarme más a otras cosas y, aunque no sean muchos los que me lean, lo termino por un lado por ellos y por el otro por mí: debo demostrarme que soy capaz de terminar lo que comienzo. Nunca se sabe lo que puede pasar más adelante, al final del capítulo verán a qué me refiero. Espero no haberle errado mucho con este capítulo, es que me alejé demasiado de la línea argumental que tenía en mi cabeza...
   Gracias a los que me leen, es lo que me ha dado ganas de seguir un poco más, pero estas últimas semanas estuve metido en otras cosas, la facultad por ejemplo y el trabajo, así que vamos a parar un poco de cosas grandes. Todavía me sorprendo de lo lejos que llegué y del largo camino que todavía me queda aunque termine leyéndolo solo me pica la curiosidad de saber cuán lejos soy capaz de llegar.Pero eso lo dejo para otro momento, cuando sepa fraccionar el tiempo.
   Veamos entonces cómo termina esto, lo más extenso que llevo escribiendo...


X. LA PUERTA

1
    Raúl se bajó de la camioneta; luego de verlos a los dos tan ardientes sintió fuertes ganas de meterles una bala en la cabeza a cada uno. Al fin y al cabo aún quedaría una para Estrella. Así que desenfundó su arma y les apuntó a la cabeza.
    —¡Manga de traidores, nos dejaron ahí condenados a morir! Huyeron como unos cobardes luego de todo lo que les dimos.
    Armando se apartó de Aylén y dio un par de pasos atrás.
    —Raúl, perdón. Es que no sé qué me pasó. Tuve miedo y necesité escapar, no sé, es lo que sentí. Era lo único que podía hacer. Y sé que estuve mal pero necesitaba vivir. Quiero vivir. Solo podía escapar.
    —Y porque escapaste Clara está muerta. Y porque vos, Aylén, la desmayaste y no tuvo oportunidad de reaccionar a los ataques de ellos, no supo nada hasta que fue demasiado tarde.
    Se oía de fondo el sonido del patrullero y de los «controlados» acercándose al bosque.
    —Raúl, no tenemos tiempo. Debemos huir.
    —¿Cómo pretendés huir de ellos?
    —Con la llave que tenés —dijo Aylén—. Con ella podés abrir la puerta que Nicolás abrió naturalmente. Esa puerta. ―Señaló el cilindro―. Vi el símbolo, así me cerró todo.
    —Es cierto pero solo puede ir una persona. Y es obvio que seré yo.
    Raúl se acercó aún más a ellos.
    —Váyanse, no quiero volver a verlos. Iré por Nicolás y lo llevaré a un lugar seguro, alejado de estos invasores. Y de ustedes.
    —Pero, Raúl, no entendés —dijo Aylén—. Lo hice para proteger a Nicolás.
    —Lo sé, por eso te estoy dando la oportunidad de irte.
    —Quiero ir con vos.
    —No se puede. Debo hacerlo solo. Donde sea que esto me lleve, no hay lugar para dos. Debo encontrar a Nicolás y cuidarlo ahora que su madre está muerta.
    Aylén miró hacia el exterior del bosque. ¿Por qué no entraban hasta allí?
    —Creo que no pueden acercarse. Debe ser la energía de esta cosa —comentó Aylén.
    —Me parece que el sitio está protegido por un campo de fuerza que no los deja atravesarlo. Cuando entraba al bosque vi como si el aire estuviera viciado, creo que esa es la fuerza que los retiene ―dijo Armando mientras pensaba en su teoría, parecía lógico aunque no tenía sentido que hubiera algo allí capaz de retener a esas cosas.
     Raúl recordó lo que había dicho Estrella a uno de sus súbditos: el poder de ellos allí era casi nulo. No podían acercarse más.

   Estrella se sorprendió al descubrir que no podían atravesar ese campo de fuerza. Lo que sea que hubiese allí era demasiado poderoso y no los dejaba entrar al bosque. Lo mejor era destruir la zona, pero no lo podían hacer hasta estar segura de que Nicolás estuviera encerrado.
     Gritó de rabia el nombre de Aylén.

    Aylén se sobresaltó al oír su nombre, era Estrella.
    —Creo que tenés una enemiga —comentó Raúl, y se acercó al cilindro.
    —Nos quedaremos acá —dijo Aylén—. Este lugar es seguro.
    Raúl asintió. Lo dudaba, pero no necesitaba decírselo a ella, ya lo sabía.
    Armando lo miró y luego agachó su cabeza.
    —¿Qué pasó con Juan? —logró preguntar débilmente.
    —Se lo llevaron. No sé adónde, pero ahora es parte de ellos. Es lo que hacen: les lavan la cabeza y se vuelven soldados de la extinción. No se merecía ese final.
    Raúl se sacó la llave de su cuello y la acercó al símbolo grabado en el cilindro. La llave comenzó a brillar, primero débilmente y luego con intensidad. Era tan fuerte que todo se volvió blanco por un momento.
    Aylén notó que la luz era la misma con la intensidad y duración que la que había provocado Nicolás. Donde fuera que llevase esa puerta no deseaba saberlo. Los ojos de Raúl les había dicho que tal vez no volvería allí.
    Raúl desapareció entre el brillo ahora más intenso de la luz. Cuando la noche volvió a la normalidad todo parecía haberse acabado.
    Armando estaba mirando anonadado hacia el cilindro cuando su cabeza estalló en decenas de pequeños trozos. Aylén se arrojó al suelo mientras gritaba de terror. No podían entrar al bosque pero eso tampoco les privaba de utilizar rifles hechos por humanos, ya que no serían afectados por el campo de fuerza.
    —¿Qué se siente, Aylén? —preguntó Estrella, desde algún lejano lugar fuera del bosque—. ¿Qué se siente saber que todos los que te rodean están cayendo uno a uno? Nunca debiste interferir en nuestros planes. El final de ellos habría sido otro pero no, tuviste que meterte en asuntos que no te correspondían.
    Aylén respiraba agitada, cansada. Se echó a llorar. Ya no tenía fuerzas. Allí estaba segura pero por cuánto tiempo. Pronto encontrarían la manera de destruir la puerta desde afuera. Pronto sabrían que Nicolás no estaba allí y se resignarían a acabar con todo. Si no lo podían tener ellos no lo tendría nadie. Así se manejaba el mundo y dudaba mucho que eso hubiera cambiado. A los invasores no les importaba destruir lo que fuera.
    Miró el cuerpo tendido de Armando, él tampoco se merecía morir así. Ninguno se merecía morir. Tenía una vida por delante y murió sin enterarse. Sus pensamientos fueron interrumpidos para siempre. Todo estaba condenado a acabarse de esa manera, casi sin darse cuenta.